El domingo 1º de julio, se cumplieron 25 años del robo de las manos de Perón. Y sumarán 26 desde que el Congreso sancionó la ley 23.452/86 para la construcción de un monumento que lo recuerde. Extraña coincidencia, que bien puede explicar cómo se interpreta hoy la lealtad del peronismo hacia su máximo líder. A pesar de todos los gobiernos peronistas que se sucedieron en este largo período democrático, ninguna de las dos cuestiones fue resuelta. No se encontraron las extremidades seccionadas del cuerpo ni a los responsables de su violación, y tampoco se levantó el tan mentado monumento. Desde ya, no son hechos equiparables, pero tienen algo en común: el olvido y la displicencia del peronismo en su conjunto hacia el fundador del movimiento que les abrió las puertas de la política, el poder y los privilegios que eso implica.
Si se erigiera la escultura, antes habría que resolver si la figura de Perón debe tener sus manos bien puestas, ya que, en los hechos, sus seguidores han aceptado mansamente la mutilación como algo normal e inmodificable. Ortodoxos, renovadores, progresistas, menemistas, cafieristas, duhaldistas, kirchneristas, sciolistas, duhaldistas devenidos kirchneristas, peronistas del Frepaso, disidentes y federales, del ARI y macristas, los históricos y los jóvenes maravillosos, moyanistas y gordistas, los custodios doctrinarios de las 62 Organizaciones, intelectuales y periodistas militantes, mantienen una constante que es negar -ocultar- la profanación del cuerpo de Perón, ocurrida en 1987.
Aquí también el peronismo parece reiterarse en esa costumbre de aplicar selectividad a la memoria de acuerdo con las conveniencias. En el contexto de las elecciones del año pasado, pareció salir de la amnesia doctrinaria y muchos de sus dirigentes se acordaron de Perón, movilizados por necesidades políticas de coyuntura. Y hoy, que las aguas del movimiento están revueltas por pujas internas de poder, vuelven a resucitarlo. Cualquiera que sea la partitura, está claro que cada uno utiliza de Perón lo que le sirve y cuando lo necesita.
A pesar de la contundente hegemonía que las distintas versiones del peronismo ejercieron en el máximo poder del país, hay una realidad que tiene la fuerza de una verdad incontrastable: su dirigencia y militancia no tuvo la más mínima intención ni decisión política de averiguar quiénes fueron los autores intelectuales y materiales de la violación del cuerpo de Perón, por qué lo hicieron y dónde escondieron sus manos. Presidentes, ministros, secretarios de Estado, gobernadores, intendentes, legisladores, dirigentes sindicales y tres generaciones de militantes que conviven hoy en el universo partidario se caracterizan por una extraña y hasta sospechosa inacción, a pesar de disponer todos los instrumentos para impulsar la investigación. El principal de ellos, la estructura de inteligencia del Estado.
Una vez más, la verdad perdió frente al pragmatismo y oportunismo de la política. Así, la absoluta impunidad de los profanadores es la evidencia más contundente de que el peronismo le ha dado la espalda a la tan declamada y simbólica lealtad a Perón. También a la Justicia, para que pueda descubrir los móviles del oscuro atentado. Durante un cuarto de siglo, todos y todas esquivaron la responsabilidad histórica de encontrar a los culpables de haber mutilado el cuerpo del ex presidente. Y, probablemente, los instigadores políticos de tamaña vejación discurran con tranquilidad y hasta sean escuchados con atención por quienes ocupan los espacios de poder del país.
De lo contrario, no es fácil explicar por qué ningún gobierno se ocupó por saber la verdad. Durante el mandato de Raúl Alfonsín, hubo declaraciones de buena voluntad, pero segundas y terceras líneas de su gobierno se encargaron deliberadamente de entorpecer, trabar y distraer la investigación judicial.
Los presidentes de origen peronista prefirieron hacerse los distraídos. Durante el extenso mandato de Carlos Menem, existieron algunos débiles y engañosos intentos, que terminaron en presiones ejercidas sobre la viuda de Perón a cambio de su respaldo público para la reelección del riojano, todo bajo promesas de investigación que nunca se cumplieron.
El efímero gobierno de la Alianza, encabezado por el radical Fernando de la Rúa y el peronista disidente Carlos "Chacho" Alvarez, ni se molestó por saber qué se podía hacer. Luego, Eduardo Duhalde siguió un camino tangencial. Dio la espalda a la profanación y a cambio propuso la construcción del mausoleo en San Vicente, que inauguró con un revival de los funerales de 1974. El homenaje al cuerpo mutilado terminó con palos, trompadas y tiros.
Poco tiempo después, peronistas históricos le llevaron el problema, con ingenua esperanza, al presidente Néstor Kirchner, quien, como todo buen político, prometió ocuparse manteniendo viva una esperanza que después defraudó. En 2007, el juez de la causa tomó la iniciativa y le envió al entonces presidente un escrito en el que solicitaba los antecedentes de más de cincuenta personas, entre civiles y militares, sospechadas de estar vinculadas al caso; todas ellas habían tenido tenebrosos vínculos con la dictadura. Dos años después, el juez recibió de la Jefatura de Gabinete una lastimosa carilla con una escueta información, obvia e inservible, de sólo uno de los nombrados.
El deliberado olvido peronista hacia la violación del cuerpo de su amado jefe es una constante, a pesar de que la causa judicial sigue abierta en el juzgado N° 27, a cargo del doctor Alberto Baños. Y parece que los profanadores son más consecuentes con sus lealtades y compromisos. En 2000, el juez recibió una carta con un pequeño ataúd de madera donde había una bala y una foto de él con un punto rojo en la frente. Hace algo más de dos años, un comando entró en su domicilio para robarle tres cuerpos del expediente y su computadora portátil. Por lo visto, mientras el Estado y los gobiernos miran para otro lado, hay grupos que se mantienen atentos, activos y dispuestos a que no se hable del tema y, menos aún, se investigue. ¿Será por esto que desde el Estado nada se hizo?
Recordarle al peronismo de este siglo la impunidad que todavía tienen los profanadores puede parecer un tema del pasado, necrómano, clausurado a raíz de que la investigación quedó en el vacío, una causa que, por otra parte, registra cuatro asesinatos impunes, entre ellos el del primer juez que tomó el asunto.
La profanación de Perón fue un hecho de características mafiosas, la antesala de otras tantas operaciones similares que contribuirían a minar la credibilidad social en las instituciones de la democracia: zonas liberadas, apoyo de algún sector político ligado a la estructura estatal y garantía de impunidad judicial. Son los denominadores comunes que también permiten entender, en la Argentina de estos tiempos, los atentados contra la embajada de Israel y la sede de la AMIA, la incomprensible explosión del arsenal de Río Tercero, el libre accionar del narcotráfico y de la trata de personas. Es la misma matriz delictiva que encubre el brutal e impune asesinato de la niña Candela, y la todavía inexplicable desaparición de Jorge Julio López.
El Estado y los gobiernos que lo administran tienen una responsabilidad indelegable, que es investigar hasta las últimas consecuencias cada caso y explicarle a la sociedad los motivos y juzgar a sus responsables. Estos son ejemplos concretos de que nuestro país es permeable a las mafias, que muestran tener un poder superior al del propio Estado Nacional, a la República y sus instituciones, razón por la cual los gobiernos de turno no se animan a enfrentarlo. Es la herencia.
La exitosa operación de la profanación del cuerpo de Perón y la impunidad de la que siguen gozando sus autores es una contundente derrota del poder estatal y, en particular, del peronismo. El silencio mantenido todos estos años por su dirigencia no hace más que ratificar el claro triunfo de los profanadores y su comando intelectual. Y una vergonzosa derrota política de los herederos de Perón.
Mientras esta impunidad continúe burlando el Estado de Derecho, será más fácil y funcional a ella que el peronismo evada su obligación y a cambio manipule políticamente su recuerdo, rinda homenajes, inaugure restaurantes, produzca merchandising con su imagen, impulse un monumento que no construye, haga la señal de la "v", y grite "¡La vida por Perón!", antes que comprometerse a buscar a los culpables de uno de los atentados más repugnantes de nuestra historia.
El robo de las manos de Perón no debería ser encasillado como una cuestión policial o ideológica. Porque, en definitiva, la profanación del cuerpo de un ex presidente es una cuestión de Estado, por lo que esa persona representó en vida y significó en la historia del país. Y, fundamentalmente, por la institucionalidad del cargo que ocupó.
Para La Nación, Claudio Negrete, coautor del libro "La profanación: El robo de las manos de Perón"
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