domingo, 14 de febrero de 2021

La corrupción impune

        Por Alberto Asseff *

  

Se ha producido una tragedia en medio de la vorágine cotidiana. Entre los muertos por el Covid-19 – que nos ubican penosamente en el podio mundial -, los contagiados por el virus, también colocándonos entre los países más afectados, las vacunas que no llegan ni producimos, la actividad económica sufriente, la inseguridad alarmante – incluidos los femicidios, otra vez dramáticos protagonistas del día a día -, la desocupación y la pobreza – estructural y circunstancial – en sobresaltante e indignante incremento, la Bicameral de Seguimiento de la Implementación de las Reformas del Código Procesal Penal de la Nación – CPPN -, a la que el Congreso le delegó la decisión de ponerlas en ejecución, ha resuelto con el voto de un puñado de legisladores oficialistas el alargamiento ad eternum de las causas por corrupción. Ahora definitivamente todas quedarán impunes, salvo que una influencia política – obviamente, indebida, por izquierda – les imprima celeridad.

La Corte Suprema tiene sentada una jurisprudencia que da certeza en cuanto a una cuestión esencial: ¿cuándo se considera firme una sentencia condenatoria? Dos sentencias concordantes del Tribunal Oral y de Casación. Los adeptos y adictos a la impunidad tienen la postura, en los hechos, que esa firmeza no se alcanza nunca y por ende el reo condenado sigue “siendo inocente hasta que una sentencia firme lo considere culpable”.

Patéticamente, los partidarios de la impunidad se burlan de la sociedad que, a pesar de sus desvelos y zozobras de todos los días, sigue poniendo a la corrupción al tope de las preocupaciones. Cualquier encuesta seria así lo refleja. Al derrumbarse la firmeza de las condenas reina la impunidad. Esa jurisprudencia de los supremos – vale reiterarlo - precisa que una sentencia es firme cuando el Tribunal Oral competente y la Cámara de Casación han coincidido en la condena. 

No importa si el condenado va en Queja a la Corte y después recurre a la Corte Interamericana. Si algunos de estos Tribunales diere vuelta esa sentencia, el reo será reparado y sus bienes devueltos.

Debe tenerse en cuenta que ni la Corte nuestra ni la Interamericana tienen plazos para resolver. Existen casos, como el la explosión de la fábrica militar de Río Tercero, que llevan 26 años sin pronunciamiento. Para colmo media una jurisprudencia que establece que ‘si ha transcurrido un tiempo 
razonablemente extenso’ la pretensión punitiva del Estado cesa. Introduce una causa de prescripción anómala, el tiempo de cajoneo de un expediente. 

Esa prolongación no es responsabilidad de la sociedad, sino de la propia dilación judicial. Con esa jurisprudencia se autoexculpan y consagran la maligna impunidad.

¿Qué ha resuelto la mentada Bicameral? Que hasta que la Corte no rechace un recurso de queja o no lo haga la Comisión Interamericana de Derechos Humanos – Pacto de San José de Costa Rica -, a través de la Corte que ese Tratado creó, no hay sentencia firme. Por ende, nadie irá preso por corrupción y lo que es tanto o más grave, nadie resarcirá al pueblo devolviendo lo hurtado y defraudado. Máxime que otra Bicameral del Congreso – la de los Decretos de Necesidad y Urgencia – DNU- no convalidó un DNU del presidente Macri sancionando la ‘extinción de dominio’, instituto mediante el cual el Estado, con autorización judicial, recupera anticipadamente la propiedad de los bienes producto de detracciones – léase sobreprecios, coimas, defraudación a la administración pública, licitaciones amañadas y cien modalidades de la corrupción – reintegrándolos a los recursos comunes de los argentinos. 

Sin aguardar la sentencia firme, con la doble condena se extingue el dominio de lo defraudado y se lo usa para fines sociales. Un avión, para trasladar enfermos; una embarcación, para que la Prefectura cumpla mejor su rol de custodio de las aguas navegables; vehículos, para que los utilicen las fuerzas de Seguridad; un inmuebles para que sea albergue de mujeres y sus hijos que sufren violencia de género y
necesitan cobijo temporario o para centros de rehabilitación de adictos. Y mucho más en materia de utilidad pública de lo sustraído.

Está probado que la corrupción mata, empobrece, genera descreimiento, debilita a las instituciones, desacredita en el mundo al país, trunca inversiones – es incalculable el lucro cesante que perjudica aún más a nuestra lábil económica (¡cuántos negocios legítimos se han dejado de hacer por temor a la corrupción!) - y un sinfín de calamidades. No es osado sostener que las pésimas gestiones gubernamentales, en términos generales, que hemos padecido y sufrimos se originan esencialmente en la corrupción sistémica, cada vez mas agudizada, que ha determinado nuestra decadencia, primero moral y luego – consecuencia inexorable – material.

La impunidad es la progenitora de la corrupción. La prohija. La estimula. Atacar a la impunidad –con los múltiples instrumentos legales disponibles en la legislación propia y comparada (y con los que deben sancionarse) y teniendo como brazos ejecutores a una Justicia proba, idónea e imparcial y a una Administración transparente, es el punto primero del Acuerdo de Gobernabilidad o como quiera llamárselo. Más aún, en la Mesa para ponerle coto al vuelo de los precios, además de la inflación y antes que ella, debe estar el combate a la corrupción. Si no, todo será un espejismo, tan vano como falaz.
*Diputado nacional de Juntos por el Cambio, partido UNIR.

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