Por Alberto Asseff*
No hay mejor sinonimia de progreso que educación. Correlativamente no existe más semejanza que la que une ignorancia y atraso. Sin embargo, en nuestra Argentina trastrocada los pontífices del ‘chamuyo’ progresista despliegan una retórica tan cínica como desquiciante. Exaltan a la escuela pública por igualitaria mientras la hunden con huelgas – muchas por tiempo indeterminado, hasta llegar a todo un año de parálisis como acaeció en Santa Cruz y en Chubut-, con adoctrinamiento, con la introducción de la ideología sectaria al aula, promoviendo el imperio de la mediocridad y con otras aberraciones.
Quienes mandan en la educación del país no son los ministros provinciales del área, sino los gremios lastimosamente dominados por la ideología de izquierda arropada como progresista. Para esta postura el mérito y la evaluación de los docentes es poco menos que un agravio al derecho humano de la persona del ‘trabajador’ docente. No se les puede llamar maestros a nuestros docentes porque se trata de trabajadores. La excelsitud del vocablo ‘maestro’ en vez de enorgullecer a estos sindicalistas parece escandalizarlos.
Maestro proviene de magister, el que está dotado de los mayores conocimientos, quien sobresale por su mérito y está capacitado para dirigir y orientar. Tanto que el magisterio se reserva para el postgrado. Es más que un profesional. Es un doctor. El maestro, en nuestra escuela, esa que impulsó Sarmiento y que encumbró la ley 1420 durante el gobierno de Roca, era un componente principal de la comunidad. La señorita maestra fungió durante más de un siglo como la segunda mamá. Un maestro estaba a la par del intendente. Era un ‘jefe’ natural de la vecindad.
En algún momento una funesta bisagra obró para tornar a la cuna del progreso en guarida de ideólogos de trasnoche y gremialistas atravesados por las pulsiones cruzadas del populismo y los intereses corporativos. Así, como está prohibido evaluar, encastrar la enseñanza con el mundo del trabajo y la empresa, exigir rendimientos a unos y otros – maestros y alumnos -, premiar el mérito de esmerarse en la capacitación y tantas otras aspiraciones propias del más elemental sentido común, la escuela pública está en proceso decadente, atrapada por la opacidad, la mediocridad. Eso explica dos fenómenos: la deserción y la creciente traslación de educandos al ámbito privado. Hoy, los padres más humildes de la clase media baja – esa que es acechada por la pobreza hacia la que el populismo la desliza gradualmente-, hacen esfuerzos para enviar a sus niños a la escuela parroquial.
Es patético que cada tanto se alzan voces llamando la atención sobre el medio millón de chicos que dejaron el aula por la pandemia. En rigor, no sabemos si son medio o un millón, pero conocemos este drama del que las autoridades educativas no se ocupan y sobre el que no existe siquiera un esbozo de planificación. A propósito de la pandemia y del aislamiento y luego distanciamiento sociales que imperaron durante el flagelo, sigue siendo uno de los peores dislates que el ejecutivo nacional haya cerrado primero las aulas y las abriese al último. Desde el fútbol hasta los festivales de música, todo estaba siendo paulatinamente rehabilitado, menos las escuelas. Las universidades no le van en zaga. Recién ahora reabren habiendo pasado nada menos que dos años.
No es ni atrevido ni alarmista afirmar que el populismo quiere una Argentina pobre e ignorante. No sólo materialmente necesitada, sino espiritualmente despojada. Pobreza e ignorancia son gemelas. Se nutren mutuamente. El plan – ese que no existe desde el 10 de diciembre de 2019, el mismo que se anuncia con bombos y platillos ‘guerreros’ aunque sea limitado a la inflación y que tampoco sale a la luz- no es otro que el pobrismo. Todos pobres y todos sometidos. Eso sí, todos ‘iguales’. Existe un plan inconfeso, pero en ejecución. Un país más sombrío que aquel de siervos de la gleba del que relata la historia de todos los lares. Rehúyen del país con ciudadanos empoderados, empezando por su educación. Un hombre educado es básicamente libre. La libertad aterroriza al populismo.
La educación, en el programa para cambiar la Argentina, está en la primacía de los objetivos. No hay desarrollo humano, social y económico sin educación gradualmente encaminada a la excelencia. En ese contexto, la recuperación de la escuela pública debe estar a la vanguardia de nuestras aspiraciones. El maestro es un trabajador sí, pero especialísimo y distinguidísimo. En sus manos y en su cerebro está el futuro. La educación es un servicio también excepcionalmente importante. Por eso, debe ser declarado esencial, igual que la seguridad y la salud.
Nunca más una promoción al grado superior sin evaluación. Un examen final evaluatorio para otorgar los títulos secundarios, tanto los de salida laboral como los preuniversitarios. Evaluación en agosto del rendimiento escolar, tanto para maestros como para alumnos. Estímulos para establecimientos con mejores rendimientos como menos deserción y más resultados en su enseñanza.
La Argentina encaminada por el rumbo de prosperidad general no admite que más del 50% de los niños de sétimo grado no tengan aptitudes en lectoescritura y que el mismo porcentaje de los secundarios no puedan comprender un texto.
La Argentina para progresar debe volver a colocar a la educación arriba de todo.
*Diputado nacional (UNIR-JxC)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario