jueves, 12 de mayo de 2022

El valor de una imagen

Por Ernesto Martinchuk

Hoy la información llega con una velocidad increíble a y desde cualquier punto del planeta. Casi todas las crisis recientes tienen alguna relación con las nuevas tecnologías de la comunicación y la información. Los mercados financieros no serían tan poderosos, si las órdenes de compra y venta no circularán a la velocidad de la luz por las autopistas de la comunicación que internet ha puesto a su disposición. Basta recordar el rol de Facebook y Twitter en las recientes revoluciones democráticas en el mundo árabe o las convocatorias en las principales ciudades de Europa y los Estados Unidos de los “indignados”, la invasión rusa a Ucrania, o la multitudinaria marcha del Campo más Ciudad que se realizó en la Plaza de Mayo. Todos en general han producido contenidos para teléfonos móviles o tabletas, y pudieron ser vistos desde cualquier plataforma y desde cualquier lugar del mundo.

Los alcances que tenían los medios tradicionales fueron suplantados por nuevos medios digitales y buscadores de internet como Google, Yahoo, Telegram, YouTube, Tik-Tok, Facebook, Twitter y WhatsApp. Cientos de medios digitales, portales, canales de internet, blogs, podcast aparecieron en la escena y llegaron para quedarse.

 

Esta velocidad genera, por una parte, gran caudal de información, -también noticias falsas- pero por otra el riesgo de que la opinión pública no disponga de tiempo para analizarla, por falta de contextualización. Existe un exceso de información que no es importante y falta interpretación de las pocas cosas que realmente son importantes. Existe una invisibilidad, en muchos casos intencionada, del emisor.

 

Ha llegado el momento que los periodistas hagamos crítica y autocrítica de lo que hemos venido haciendo hasta ahora y separar lo que es la “empresa periodística” o “periodista empresario” y lo que representa el verdadero ejercicio del periodismo. Hoy no nos asombran los “periodistas” que incursionan en el mundo de la publicidad. Suelen “vender” desde un seguro hasta una crema antiarrugas, con lo cual desacreditan su profesionalismo aunque abulte sus bolsillos.

 

El reinado de la imagen

 

Existe algo inquietante en el reinado de la imagen sobre todo el planeta, en la hegemonía cultural de la televisión porque son fenómenos que en buena medida escapan a nuestra comprensión. Ese imperio obedece a leyes que se conocen a medias y pone en acción mecanismos emotivos que nadie controla del todo. Genio ambiguo y proliferante, transmisor de símbolos inciertos, instrumento explosivo pero azaroso, lo audiovisual es a la vez todopoderoso y mucho más inmaduro de lo que se cree.

 

En la imagen que aparece en una pantalla, el “mensaje” que se transmite de un rincón al otro, anida indudablemente un misterio. Para decirlo de otro modo, nadie puede prever qué tipo de señal intercambiarán realmente las personas por intermedio de la pantalla. Ni el periodista, ni el técnico, ni el político encandilado por los reflectores del estudio, ni los productores, pueden vaticinar lo que saldrá realmente al aire. ¿Por qué? Porque la televisión, por su naturaleza misma, produce un mensaje que no consiste en palabras, ni en pensamientos, ni en meras imágenes, ni en la simple duplicación de la realidad, sino en una compleja mezcla de todo ello.

 

En la televisión, un gesto ínfimo que la cámara capta puede anular de proto el contenido de una afirmación; fuerza imprevista de una sola imagen es capaz de modificar el sentido de las mil palabras que supuestamente debían comentarla, el dramatismo accidental de un “directo” de algunos segundos puede despertar súbitamente la emoción en millones de hogares a la vez; un silencio, un simple silencio, puede transmitir más información -en el sentido estricto del término- que un pomposo discurso.

 

Lo que el ojo implacable de la cámara escruta es una autenticidad indecible, una misteriosa capacidad de conmover o de convencer, una esencia con la que no podemos tomar contacto en forma física o mental. Este “azar organizador” debería inclinarnos a la modestia. Ese es el motivo por el que raramente se pone de relieve ese aspecto de la televisión.

 

El genio subversivo de la televisiónque ahora cruza las fronteras por las redes, se burla de todas las censuras. Por eso recordemos que en ciertos países la actividad audiovisual está sometida a un control legal y directo del Estado. La televisión y los medios digitales menoscaban la influencia de los cuerpos intermedios y de las instituciones representativas; reemplaza parcialmente el principio de elección por el reino fugaz e incierto del sondeo de opinión; da primacía al efecto de anuncio en perjuicio de la acción política propiamente dicha; impulsa a los políticos a crear o modificar leyes, y, al divulgar el sumario de procesos criminales, llama la atención del sistema judicial y así se podrían añadir ejemplos indefinidamente.

 

Todo esto tiende a demostrar una misma cosa: la democracia representativa, literalmente transformada por la televisión, no obedece ya ni a sus principios fundamentales, ni a los estrictos mecanismos que concibieron sus teóricos.

 

La decadencia

 

La culpa de esta decadencia argentina ya ha sido imputada a la globalización, a los imperialismos, al Fondo Monetario Internacional, al Banco Mundial, y al neoliberalismo, pero no la asumimos como un fracaso personal, que se viene incubando hace años. También le cabe el sayo a la clase dirigente, políticos, jueces, empresarios y dirigentes sindicales. La sociedad argentina misma, enferma crónica de anomia, es una sociedad, por naturaleza, profanadora de las normas de convivencia. Pero los medios de comunicación, que son los que opinan, achacan responsabilidades y condenan, no se han ocupado de sus propias culpas. Todo parece indicar que no las reconocen, y no sugieren la necesidad de una autocrítica.

 

Todo parece indicar que los periodistas tienen una ética muy distinta a la del ciudadano común. Por eso no se detienen ante la congoja de una familia que sufre un secuestro, ni ante el dolor de una madre en el cortejo fúnebre de su hijo, ni ante el tormento del padre de una criatura violada, o “tapan” los actos de corrupción de los funcionarios públicos. La primicia y el rating tienen prioridad frente a la desgracia. A esta filosofía de los modernos “periodistas”, -que no era de los viejos Periodistas- se agrega el enorme poder de algunos medios de difusión, con la posibilidad para publicar diálogos íntimos, postergar a candidatos o invitados, hacer ganar o perder elecciones, provocar la caída de gobiernos, incitar a las masas, imponer leyes, o proteger a determinados políticos.

 

Las corrientes de descomposición son muchas y cada una, a su modo, deja su estela de contaminación social a la que abona la debilidad de principios en el hogar, donde muchas veces se propicia la deshonestidad, el oportunismo y hasta el amor por lo ajeno, bajo el lema de que “eso lo hace todo el mundo”.

 

Una sociedad extraviada

 

En las últimas décadas la televisión y las redes sociales se convirtieron en la niñera favorita de la sociedad, como una forma de “descansar” de los reclamos de los hijos. Y mientras los padres perdían el control de sus hijos, porque no les interesaba tenerlo o porque ellos sabían “rebuscárselas”, sin importar cómo, nos encerramos en nuestra propia indiferencia y extraviamos el sentido del civismo, al punto de no cuidar lo público, no respetar las reglas mínimas de convivencia, no respetar a los maestros, a los médicos o a los ancianos.

 

Como parte de este proceso de descomposición social durante el cual el oportunismo ha echado raíces muy profundas durante décadas, se impuso la vida fácil para unos y el peculado para otros. Ya no nos sorprende que un abuelo abuse de su nieta o nieto, que una adolescente asesina a su hijo o a su madre, que un motochorro asesine a una mujer para robarle. La vida se ha devaluado tanto en Argentina que ya no nos inmutamos cuando la televisión, la radio o el diario nos ofrecen el macabro balance aritmético de las muertes.

 

Los periodistas no somos jueces ni policías. Debemos informar y pero también formar. Somos testigos y docentes. Opinar no es condenar. Investigar y develar no es ser policía ni fiscal, del mismo modo que ser corresponsal de guerra no es ser soldado.

 

El único capital de un periodista es su nombre y la credibilidad que va construyendo día a día.

 

Notamos a diario informaciones que no están bien redactadas, y fundamentalmente en televisión, individuos que al transmitir una información, reflejan su total carencia de los mínimos conocimientos culturales que debe tener un periodista. Del mismo modo, los responsables de cada área deben exigir a sus periodistas que las informaciones sean revisadas, chequeadas y corregidas antes de emitirse. Es una obligación hacerlo ya que en alguna medida están formando la cultura general del pueblo. Es necesario rehabilitar el presente con palabras y actos que permitan imaginar horizontes nuevos, dado que faltan propuestas y sobran escándalos en el estéril panorama intelectual de nuestro país.

 

Cuando nuestros pensamientos representan una imagen del mundo, o la producción de nuestro espíritu, ya están mostrando una consecuencia de nuestra voluntad, y sólo están pintando la verdad… y si pudiese sintetizar en una imagen el mal de nuestro tiempo, escogería una que ya nos resulta cotidiana a todos: un hombre demacrado, con su cabeza inclinada y la espalda encorvada, en cuya cara surcada por el dolor y la desesperanza, en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento…

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