Los principales dirigentes del Frente Sandinista, en 1984 en Nicaragua. Desde la izquierda, Daniel Ortega, Humberto Ortega, Bayardo Arce Castaño y Jaime Wheelock. VINCENT FOURNIER (GETTY)
El poder, suspendido en la bruma entre el bien y el mal, seguirá siendo fruto de la locura. Es lo que nos recuerda Erasmo. Estupidez, estulticia, tontería. ¿Qué otra mejor manera de entender la locura que nubla razón de los necios? Y peor que las vanidades y halagos, y el culto a la personalidad, que son parte de la locura del poder, el culto del dogma. La verdad absoluta en los altares del poder absoluto.
El antídoto de la locura está en poner en cuestión lo aceptado como verdad, porque la insistencia en la certeza es ya la caída en el error, las semillas del dogma generando la mentira. “El dogma es el peor enemigo de la condición humana”, pensaba Voltaire: “Comprendo que la duda no es un estado muy agradable, pero la seguridad es un estado ridículo”.
Las pretensiones de verdad absoluta son hoy más peligrosas que nunca, bajo la avalancha del populismo, la demagogia, la mentira sistemática, las mentiras virtuales, las verdades alternativas. El fanatismo y el sectarismo, la estulticia, dueños de las redes sociales. El manicomio de la posmodernidad.
Y en América Latina, atraso, caudillismo, intolerancia, falso socialismo, trumpismo, la ignorancia entronizada. El asalto a la razón. La polarización azuzada. Los extremos que se juntan, y copulan. Y las ínfulas retóricas de las viejas revoluciones armadas, dueñas que fueron de la verdad absoluta, aun vagando como fantasmas sin quietud. Y cuando hablo de revoluciones, respiro por la herida.
La revolución sandinista se nutrió de una amalgama determinada por los tiempos que entonces se vivían, el marxismo y la teología de la liberación. El marxismo que había llegado a la Nicaragua de Anastasio Somoza en manuales manoseados y catecismos oficiales, tal como antes llegaron también las ideas de la Ilustración, en folletos y libelos igualmente prohibidos. Y la teología de la liberación, que volvía por los pobres y desheredados, y creía posible el reino de Dios en la tierra.
Por esas verdades absolutas era necesario tomar las armas, para imponerlas, y aun dar la vida; y como tal, pasarían a ser la base de un nuevo poder político. El ideal, basado en un enjambre de sueños, mística, sacrificio, tenía una categoría ética. El poder, ya conquistado, volvía, con el tiempo, a obedecer a los mecanismos naturales de cualquier sistema; naturales, sobre todo, a las tradiciones políticas de Nicaragua, arraigadas en la cultura rural autoritaria que, lejos de disolver, la revolución acabó utilizando.
Al descuajarse la dictadura de Somoza sobrevendría el gobierno justo de los pobres, tras ser desterrados para siempre los opresores. Era una visión radical que solo podía llevarse adelante con autoridad. No la formación del pensamiento como fruto de puntos de vista diversos, sino el credo de la justicia para los desheredados. La tierra, la alfabetización, las escuelas, la atención médica.
Era la visión liberadora de los pobres en el Antiguo Testamento; la visión del cántico de Ana en el Primer Libro de Samuel: “los arcos de los fuertes fueron quebrados y los débiles se ciñeron de poder. Los saciados se alquilaron por pan, y los hambrientos dejaron de tener hambre.”
Pero se volvió una visión excluyente; y cuando llegó la guerra se trató ya solo de los pobres de la revolución, o con la revolución. Otros pobres, víctimas por igual de la injusticia secular, tomaron las armas en las filas contrarias. Fuera del pensamiento de la revolución, el resto de la sociedad se arriesgaba a caer bajo el estigma del error, pensara como pensara. Y la verdad, estaba armada.
Para hacer posible el nuevo modelo de Estado y sociedad, se necesitaba poder, y poder apenas compartido. El poder de la verdad armada, incompatible con cualquier otra verdad. Y cuando sobrevino al poco tiempo la guerra de agresión, ni siquiera hubo oportunidad de entrar a discutir si la aplicación de un modelo excluyente era correcta, o incorrecta. Simplemente, la fuerza de las circunstancias impuso la necesidad de cerrar filas y de cerrar filas.
El pluralismo político que la revolución inscribió en su divisa representaba, en sus consecuencias, libertad de opinión y participación política libre; pero, del otro lado, se volvía demasiado formidable el contrapeso del partido de la revolución, custodio de la verdad absoluta, y de cuya hegemonía dependía todo el proyecto de poder.
Y otro riesgo de la acción transformadora que tiene por motor a la verdad absoluta es terminar devorado por la intolerancia, primero la cabeza y después los pies, como Saturno con sus hijos, para que nadie usurpara su poder. Y quizás sólo después de ser engullido puede uno pensarse otra vez a sí mismo, dueño a plenitud de su propia libertad crítica, lejos de los sacerdotes de la verdad absoluta. Y eso uno solo puede aprenderlo, también, desde el terreno de la escritura, ejercicio permanente de libertad.
Esta fue una lección de la historia, que suele corregir las verdades absolutas y a sus protagonistas. Sería irónico decir que fracasamos en heredar a Nicaragua la democracia popular, y le heredamos, en cambio, la democracia liberal. Desgraciadamente, la herencia de toda aquella sangre derramada es otra dictadura, tan feroz como la que derrocamos entonces. Ya Goya advertía que los sueños de la razón engendran monstruos.
Este trabajo crítico, sentido, autorefencial, escrito con la emoción que no oculta la parte de culpa, confesional, es el mejor pensamiento que he podido leer en mucho tiempo. No lo felicito, porque sería congratularse en el velorio del amigo muerto. Simplemente lo acompaño
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