viernes, 5 de julio de 2024

Las Fiestas Julias


        Por Ernesto Martinchuk        

Nuestro pueblo está por celebrar el 208 aniversario del Congreso de Tucumán. La tradicional solemnidad tiene esta vez un espíritu más hondo, afianzado en una conciencia más clara de la significación de aquella asamblea. La superioridad espiritual de las fiestas de ahora sobre las de algunas largas etapas del pasado se deben, sin duda, a que la comunidad argentina se había acostumbrado a ver en la decisiva conferencia de 1816 un hecho que empezaba y terminaba en sí mismo.

Declarada entonces la independencia de la República Argentina, consagrada por los constituyentes de 1853. La independencia era un hecho. Siempre lo había sido. Era un hecho que se heredaba como el nombre propio y el idioma, algo que no era necesario afianzar ni perfeccionar. Solidarias las provincias en los enunciados fundamentales de la Constitución, el tiempo no reservaba sino cuestiones de detalle.

Pero en verdad la tarea que quedaba por realizar era mucha. A la independencia política sellada en Tucumán debían seguir la independencia económica y la independencia cultural. Así como la Revolución de Mayo estaba inconclusa en sus propósitos sociales, la marcha iniciada por el Congreso de Tucumán se había detenido.

La vigorosa reanudación de esa andanza, la conquista ya lograda, de la independencia económica y el rumbo cierto hacia la colectividad, han dado aquel sentido profundo a estas fiestas julias de 2024, en las que todos los argentinos, sin diferencia de credos religiosos ni de tendencias políticas, han visto en la enseña inmortal izada por Manuel Belgrano, -declarado por la Academia Belgraniana de la República Argentina, el Primer Patriota Porteño- como un acto de fe algo más que el símbolo de glorias de antaño, algo más que una hermosa esperanza…

Llegó el momento de acordar los ejes que sirvan como políticas de Estado para que el país comience a transitar el camino del crecimiento, de los valores, de la libertad y de la República, con los 10 puntos indicados en el “Pacto de Mayo” que se rubricará, por los dirigentes que tengan una mirada hacia el futuro, este 9 de Julio.

En esta globalidad cada vez más consciente, los cambios van ocurriendo rápido; las guerras, la desigualdad, la falsedad y la mentira se revelan para quien quiera entender y nos compromete. Nos compromete a tomar decisiones. Ya no es algo que les ocurre a los otros. No se puede esconder la basura debajo de la alfombra, está ahí, hace montaña y tiene olor.

“No sabía, no me dijeron, no me entere”, son frases del pasado. A cada uno en nuestra infinita proporción nos compete obrar para lo que sí queremos lograr, porque el mundo ya no da para más, si no nos comprometemos con nosotros mismos.

Venimos a aprender y a evolucionar, y más que aprender, a recordar, ya que dentro de cada uno está guardado todo el conocimiento y la tarea más importante que nos toca realizar es recuperar ese Poder que atesoramos y manifestarlo…

“El hombre -escribió Pascales un junco. Pero un junco que piensa”. Somos como el junco, es cierto, frágiles y pasajeros. Pero hay algo en nosotros que es perdurable, que puede salvar sin desvanecerse las innumerables jornadas del tiempo. Ese algo reside en nuestros pensamientos, nuestras emociones, nuestra vida.

Todo fue una ilusión sin sustento. El daño causado y el que seguramente vamos a ir descubriendo que causaron décadas de desequilibrio, impunidad, desmanejo, atropello y corrupción, va a ser un capítulo más en la historia. Hemos descubierto un número bastante grande de buenos sentimientos y deseos, de eso que se llama ordinariamente el bien, pero una idea armoniosa y clara que abrace todas las manifestaciones de la vida, esa no la estamos encontrando en determinados personajes políticos, a los que sólo les interesa salvarse ellos.

Siempre toda luz tiene su sombra, un territorio de tinieblas donde habita lo que deseamos de verdad. Como todo territorio inexplorado, las sombras esconden tesoros pero, por mucho oro que parece haber en ellas, no deja nunca de ser una sombra, llena de oscuridad, de incertidumbres.

Esa luz, la que nos deslumbra, la que ilumina el camino que transitamos también tiene sombras, sombras que nos definen. Es ahí donde no llega la luz, donde reside el Alma, lo que escondemos, lo que perseguimos, lo que pretendemos, lo que somos de verdad… Muchos se unieron a las sombras del pasado para poder tener su futuro.

Julio en el mundo

Mientras tanto, dos grandes fechas que rebasan la gloria de una sola nación para ser patrimonio de la humanidad se celebran en el mes de julio. Ellas son el 4 y el 14, aniversarios respectivamente de la declaración de la independencia de los Estados Unidos y la toma de la Bastilla, acto simbólico de la revolución francesa. Próximas en el calendario, lo están asimismo en la historia, pues así como la proclama de Filadelfia realiza en tierra americana aspiraciones que ya habían surgido en Inglaterra, el documento redactado por Jefferson tuvo ecos profundos en la sociedad de Francia de la segunda mitad del siglo XVIII.

No buscaron los norteamericanos, como exclusivo fin de su cruzada, la separación de Inglaterra. No fue el suyo, como no lo fue en el nuevo mundo ninguno de los movimientos emancipadores, un caso de orgullo localista ni de explosión de un odio contra extraños.

Con su revolución, los norteamericanos querían desarrollar en su medio las mejores esencias  inglesas, las que. Creadas o apoyadas por los sectores británicos más progresistas, eran amortiguadas por la reacción en la misma Inglaterra y ahogadas totalmente en sus colonias. Hacía más de un siglo que los colonos de la América del Norte gozaban de una libertad de comercio muy parecida a la independencia política, cuando el desconocimiento de los derechos económicos que habían conquistado los colocó en la guerra con la metrópoli. Causas económicas pusieron en movimiento a aquellos hombres, entre los cuales, sin embargo, no tardó en aparecer el espíritu trascendental de su gesta.

Ya lo había anunciado Adams que “el pueblo, el populacho como se le llama, tiene derechos anteriores a todo gobierno terrestre, derechos que las leyes humanas no pueden revocar ni restringir porque derivan del gran legislador del universo. No son derechos otorgados por príncipes o parlamentos sin derechos primitivos iguales a la prerrogativa real y contemporáneos del gobierno, que son inherentes y esenciales al hombre, que tienen su nace en la constitución del mundo intelectual, en la verdad, la justicia y la benevolencia

¿No están aquí presentes los derechos del hombre, que iban a señalar, años después, a la revolución francesa, como un paso adelante en el camino de la historia?

La declaración del 4 de julio de 1776 lo reafirma sin lugar a dudas: “Tenemos por verdades evidentes -dice- que todos los hombres fueron creados iguales y que al nacer recibieron de su creador ciertos derechos inalienables que nadie puede arrebatarles, entre éstos el de vivir, ser libres y buscar la felicidad; que los gobiernos no han sido instituidos sino para garantizar el ejercicio de esto derechos y que su poder sólo emana de la voluntad de los gobernados; que, desde el momento que un gobierno es destructivo del objeto para el cual fue establecido, es derecho del pueblo modificarlo o destruirlo y darse uno propia para labrarse su felicidad y establecer su seguridad”.

Palabras tan sencillas, pero de contenido tan hondo, reafirmadas con la voluntad de millares de hombres que ofrecían su sangre para escribirlas con caracteres imborrables, dieron una extensión popular a las ideas, en muchos aspectos coincidentes, de los pensadores europeos que preparaban, en fatal colaboración con las evoluciones económicas, la lucha contra los absolutismos del viejo mundo.

Las llevó Lafayette a Francia y no las olvidaron los revolucionarios del 89. No fueron ahogadas por los diferentes e intensos clamores de una sucesión de crisis. No desaparecieron bajo el fasto del imperio napoleónico. Vivas dentro de la misma Inglaterra, la oyeron en España los hombres que, como Manuel Belgrano, las incorporarían a su credo de libertadores.

Esas palabras, universales en el canto de La Marsellesa, no eran exclusivas de un solo grupo de individuos esclarecidos ni de una sola colectividad. Pertenecían a todos los pueblos, aunque algunos de éstos no alcanzaran a comprenderlas. En el seno de España no sonaban con extraño carácter, porque había una España ansiosa por darles vida, la misma España que halló su cauce en la acción de los emancipadores de América…

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