lunes, 25 de mayo de 2020

La Plaza Mayor

Por Ernesto Martinchuk
Todos los acontecimientos porteños que anunciaron la Revolución de Mayo, tuvieron por escenario la plaza que hoy recuerda a la revolución emancipadora. Antes y después de 1810, esa plaza –cuna y corazón de la patria de los argentinos- fue escenario de historia. Veamos como nació y cuáles fueron los sucesos de su vida. Cuando don Juan de Garay dispuso el trazado de la ciudad de Buenos Aires, la plaza tuvo allí, en el papel y en la realidad, sus dimensiones actuales. Pero fue el mismo adelantado quien cedió la mitad de esa tierra a Torres de Vera y Aragón: la mitad comprendida por las actuales calles Rivadavia, Hipólito Yrigoyen y Balcarce y la línea de la pirámide. Como ningún signo visible separaba ese solar de lo que era la Plaza Mayor, ésta sólo se diferenciaba por un ápice de cuidado junto al abandono del terreno vecino. En 1608, los jesuitas, que hacía poco habían llegado al país, levantaron una capilla y un rancho en el sitio abandonado. Destinaron el rancho a escuela, pero tuvieron que convertirlo en sacristía por falta de alumnos. Los descendientes de Torres de Vera y Aragón, residentes en España, encomendaron al notario don Rodrigo del Grazado que defendiese sus derechos construyendo algo. El defensor se quedó con la propiedad en cobro de honorarios y se la venció a don Pedro de Rojas y Acevedo, a cuya muerte la viuda transfirió títulos y casa a la Compañía de Jesús. La capilla y las otras construcciones incomodaron a los gobernantes no por motivos estéticos, sino por razones militares: obstruía la posibilidad de tiro de los cañones del Fuerte, construido por Garay donde hoy está la Casa Rosada. Esta Real Fortaleza de San Juan Baltazar de Austria no pudo así como así hacer prevalecer su fuerza. La aldea que era entonces nuestra metrópoli se dividió en dos partidos. Por último, los jesuitas recibieron una indemnización en metálico y la manzana que hoy ocupa la iglesia de San Ignacio y el Colegio Nacional de Buenos Aires, que con presencia de sus cultos moradores pasó a llamarse Manzana de las Luces. Entretanto, ¿qué era de la hectárea dejada por la congregación del santo de Loyola? La urgencia del desalojo se desvaneció en los aires. Quedaron convirtiéndose en ruinas, la capilla y lo que debió ser colegio. Las mulas del representante de Su Majestad, tenían allí su refugio. Por las mañana, el solar se convertía en mercado y cuando la justicia lo exigía era el sitio elegido para que, pendientes de la horca, los cadáveres de los delincuentes y criminales sirviesen de ejemplo. Allí mismo se pasaba del drama a la fiesta. Para hacer posible esta última, los mismos vecinos cortaron las malezas u apisonaron la tierra. ¡Iban a gozar –comenzaba el siglo XVII- del espectáculo de las corridas de toros! Se improvisaba la plaza. La primera lidia fue facilitada por un carnicero, que entregó tres bueyes con la condición de que no se los estropeasen al matarlos… En honor a San Martín de Tours, patrono de la ciudad, se efectuaron año tras año las corridas, a las que les salió un empresario que cobraba la entrada. El Cabildo convidaba con refrescos a los invitados especiales y, si la bebida sobraba, también en las populares podían probarlos, eso sí que a cambio de una monedas… Los toreros no eran de los famosos que por entonces lidiaban en España, Perú o México. Se trataban de aficionados pertenecientes a las familias más encumbradas de Buenos Aires y de profesionales decididos a trabajar en ese oficio por repulsa a cualquier otro. La muerte del toro era la única por la que los segundos no tenían que rendir cuentas. Víctimas de los ajusticiados en la horca y de los toreros profesionales, eran algunas de las presencias que inquietaban la noche de El Hueco de las Ánimas, baldío que perduró hasta mediados del siglo XIX, famoso por sus apariciones, que a menudo no eran otras que la de hábiles asaltantes disfrazados de fantasmas. Las últimas tropas combatientes de los invasores ingleses se rindieron junto a las casas del costado sur del paseo y fue en la misma donde arrojándola desde el Fuerte, el jefe de la expedición inglesa, depuso su espada. Allí mismo, en esa plaza, el 1° de enero de 1809, se enfrentaron sin disparar ni un tiro, las fuerzas de peninsulares y criollos. Los primeros exigía la renuncia del virrey Liniers. Los segundos con la amenaza y una sola carga de los húsares de Balcarce, lograron mantener la autoridad del héroe de la Reconquista, sino también comenzar el camino hacia la emancipación. Llegaron para la plaza las jornadas gloriosas de la Semana de Mayo. El Cabildo, símbolo hasta entonces del régimen colonial, se erigió como símbolo de la patria nueva. Las cintas que repartieron French y Beruti, salieron de una de las tiendas que abrían sus puertas en ese lugar predestinado. Con la Catedral, a la que, primero le derrumbaron una torre y luego le suprimieron otra; con el Cabildo, cuya construcción se inició en 1711, y la Recova, que se empezó en 1803, la Plaza Mayor esperaba el momento de ser de la Victoria y luego fue la de Mayo.

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