En 1810, inmediatamente después de la instalación del primer gobierno patrio, el problema más grave que enfrentaba éste era la tenaz oposición de la Banda Oriental. El espionaje era moneda corriente en las dos orillas y no se descartaba un ataque de los realistas desde Montevideo.
Por esos días arriba a Buenos Aires, procedente de Amsterdan y embarcado en el brig mercante inglés “Patty”, el ciudadano norteamericano Samuel Williams Taber, con intención de radicarse en el Plata y dedicarse al comercio.
Por esos días arriba a Buenos Aires, procedente de Amsterdan y embarcado en el brig mercante inglés “Patty”, el ciudadano norteamericano Samuel Williams Taber, con intención de radicarse en el Plata y dedicarse al comercio.
Taber tenía treinta años, había nacido en la ciudad de Nueva York y pertenecía a una familia acomodada de origen judío. Había arribado a Montevideo en diciembre de 1810, pero al tomar conocimiento de la revolución porteña, optó por pasar a Buenos Aires a efectos de aportar su esfuerzo a la causa emancipadora.
Se presentó inmediatamente en el fuerte, donde expuso a los miembros de la Primera Junta los planos de un artefacto submarino que serviría para atacar a la flota realista. Su invento era una especie de tortuga de madera con un taladro en la punta con el que Taber pensaba perforar el casco de los buques enemigos en la rada de Montevideo, a efectos de colocar allí los explosivos.
La Junta designó una comisión especial para que estudiara los planes de Taber, integrada por Cornelio Saavedra y Miguel de Azcuénaga (1), quienes, mediante un informe secreto, aprobaron la factibilidad de la idea y la posibilidad de volar los polvorines flotantes de la armada española.(2)
En menos de quince días comenzó la construcción del conocido solamente como “proyecto Taber”, dado el secreto de que se le rodeó. El mismo fue financiado enteramente por su inventor.
A poco de iniciarse los trabajos, el norteamericano fue enviado a la Banda Oriental en calidad de espía, a efectos de estudiar in situ el ataque. Taber regresó a Montevideo y se abocó a su misión realizando estudios de sondajes, corrientes, etc.
El 26 de marzo de 1811, junto con dos capitanes, dos subtenientes y un ingeniero, se disponían a huir del puerto oriental en una pequeña embarcación con el resultado de su espionaje, pero fue detenido, acusado de sobornar a marinos españoles. Cargado de cadenas fue llevado a prisión, donde permaneció hasta el 25 de mayo de 1811, en que, luego de muchas protestas, y mediante la intervención del cónsul norteamericano, y la única condición de que se embarcara en el primer navío que se dirigiera a los Estados Unidos y nunca más se inmiscuyera en los asuntos del Río de la Plata, fue liberado.
En agosto abordó la nave que lo depositaría en su país natal. Pero Taber había decidido que su corazón era de Buenos Aires, descendió del buque en Río de Janeiro e inició el regreso, llegando a esta ciudad el 10 de septiembre de 1811.
Inmediatamente se reunió con los miembros de la Primera Junta para exponerles su plan, que consistía en atacar con su invento una fragata y un bergantín españoles utilizados como depósitos de pólvora amarrados en el puerto de Montevideo. La Junta aprueba el plan y nombra a Taber capitán de artillería ad-honorem.
Fabricada la embarcación, construida en madera, de entre ocho a diez metros de largo, pintada de negro y marcada con una “T” en blanco, sus partes son colocadas en un gran cajón de madera de pino, también marcado con una “T”.
El 21 de octubre de 1811 Taber solicita permiso para trasladarse a la Ensenada de Barragán con todo el equipamiento a efectos de completarlo, armarlo y experimentarlo en aguas del río. Esto era necesario porque el bajo calado de las aguas del puerto de Buenos Aires hacía imposible la navegación del artefacto. Además, hubiera llamado la atención de todos y no faltaría el soplón que informaría a los realistas.
Jamás llegó a Ensenada, porque antes que la pesada carreta tirada por bueyes iniciara su travesía, el 22 de septiembre de 1811, cayó la Junta Grande y asumieron Juan José Paso, Manuel de Sarratea y Feliciano Chiclana.
A los miembros del primer triunvirato les pareció arriesgada la idea del norteamericano y la descartaron, a pesar de que Juan José Paso había integrado la Junta que aprobó el proyecto de Taber. Jamás se supo adonde fue a parar el cajón con las partes del aparato.
Taber siguió durante 1812 con sus espionajes, ahora en Chile, y el 8 de noviembre de 1813 murió en la estancia de su amigo Richard Hill, situada a 50 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, víctima de la tisis adquirida en su prisión de Montevideo. Legó todos sus bienes, según hizo anotar en su testamento, a la Junta Revolucionaria.
Los planos del submarino de madera desaparecieron, y la tortuga de Taber jamás pudo participar de la guerra de la independencia. Ninguna calle o plaza recuerda a este visionario precursor que puso su vida y sus bienes al servicio de su país de adopción.
La génesis del submarino
Una de las opiniones menos cuestionados del mundo es la que atribuye a Julio Verne la invención del submarino. Como tantas otras, y a pesar de su popularidad, es lamentablemente falsa, porque para la época en que Verne escribió 20.000 leguas de viaje submarino (1870) ya existían embarcaciones subacuáticas, y la primera de ellas se había llamado precisamente Nautilus.
Cuando George Washington avanzaba sobre Nueva York, una ciudad dominada por los realistas y defendida por 350 barcos ingleses, el arma secreta yanqui resultó una innovación tecnológica. Su inventor nunca sospechó que estaba trazando el camino que los Estados Unidos seguirían en los próximos siglos. Inadvertida para los británicos, una cáscara de nuez que se desplazaba bajo el agua intentó taladrar el blindaje de cobre del buque insignia “HMS Eagle” para colocar una carga explosiva. El “Eagle” no sufrió grandes daños, pero el ataque sembró confusión en la flota.
Era la Tortuga Americana, el primer submarino operativo de la historia, impulsado por los músculos del sargento Lee y diseñado por David Bushnell, un estudiante de Yale. Tenía todo lo que era esencial en un submarino: tanques de lastre, sistema de propulsión, cargas explosivas y hasta una torreta de observación. Este prototipo artesanal se convirtió para Robert Fulton (1765-1815) en el germen de toda una filosofía: el submarino sería la “solución tecnológica” para la guerra, el arma definitiva que permitiría cambiar la historia. La tecnología iba a ser el instrumento que cambiaría el eje del poder, aseguraría el dominio total y haría imposible cualquier guerra futura. Cuando Fulton escribió su tratado Guerra de torpedos, resumió su credo en un epígrafe: “La Libertad de los Mares traerá la Felicidad a la Tierra”. El camino de la paz y el triunfo del bien pasaban por la guerra, quizá “punitiva” o aun “preventiva”.
Las enciclopedias suelen mencionar a Fulton como el creador del primer barco comercial de vapor, si bien la mayoría de sus inventos fueron de carácter bélico. Fulton desarrolló el submarino, los torpedos, las minas navales y los cañones Columbiad: otro nombre del cual se apoderó Verne cuando pensó en enviar hombres a la Luna. La paternidad de casi todos sus inventos fue muy discutida, y los historiadores ingleses aseguran que muchos no le pertenecían.
El joven Fulton inició su carrera como artista, pintando esas miniaturas sobre marfil que entonces se conocían como “camafeos”. Pese a ser un ferviente republicano, se marchó a Inglaterra apenas cuatro años después de la independencia norteamericana, para probar suerte como pintor. Su fracaso en el mundo del arte lo llevó a interesarse en otros temas, y en 1796 publicó un tratado sobre los canales de navegación. En Inglaterra, Fulton se impregnó de la ideología del naciente capitalismo industrial, pero depositó toda su confianza en la tecnología de armamentos como clave del desarrollo y de la paz.
El arma definitiva que iba a acabar con el Antiguo Régimen era el submarino. En 1797, Fulton se fue a Francia y le presentó al Directorio algunos escritos en pro del libre comercio y la paz perpetua. Apelando a “los amigos de la Humanidad”, les ofreció el arma que volvería imposible cualquier guerra. En una carta dirigida a un amigo inglés describía el submarino como “una curiosa máquina destinada a corregir nuestro sistema político”, lo cual dejaba muy pocas dudas en cuanto a sus intenciones.
En busca de financiamiento para su empresa, la Nautilus Company, Fulton se dirigió a Napoleón y se ofreció para crear una flota de “nautilus mecánicos” que servirían para atacar a la Armada inglesa. El pánico que causarían los submarinos pondría fuera de combate a la flota real, facilitaría la invasión francesa a las islas y llevaría al colapso de la monarquía británica.
Financiado por Napoleón, Fulton puso a punto su Nautilus en 1800 y realizó una demostración en el Sena ante el futuro emperador. El Nautilus navegaba a vela en la superficie, se movía bajo el agua impulsado por la fuerza de sus tres tripulantes, y podía permanecer hasta seis horas sumergido, usando aire comprimido y un snorkel. En los planos, Fulton se retrató a sí mismo mirando por el periscopio.
El Nautilus de Fulton alcanzó a realizar una incursión en el Canal de la Mancha, donde no llegó a causar daños materiales a los barcos ingleses, pero produjo gran inquietud.
Se presentó inmediatamente en el fuerte, donde expuso a los miembros de la Primera Junta los planos de un artefacto submarino que serviría para atacar a la flota realista. Su invento era una especie de tortuga de madera con un taladro en la punta con el que Taber pensaba perforar el casco de los buques enemigos en la rada de Montevideo, a efectos de colocar allí los explosivos.
La Junta designó una comisión especial para que estudiara los planes de Taber, integrada por Cornelio Saavedra y Miguel de Azcuénaga (1), quienes, mediante un informe secreto, aprobaron la factibilidad de la idea y la posibilidad de volar los polvorines flotantes de la armada española.(2)
En menos de quince días comenzó la construcción del conocido solamente como “proyecto Taber”, dado el secreto de que se le rodeó. El mismo fue financiado enteramente por su inventor.
A poco de iniciarse los trabajos, el norteamericano fue enviado a la Banda Oriental en calidad de espía, a efectos de estudiar in situ el ataque. Taber regresó a Montevideo y se abocó a su misión realizando estudios de sondajes, corrientes, etc.
El 26 de marzo de 1811, junto con dos capitanes, dos subtenientes y un ingeniero, se disponían a huir del puerto oriental en una pequeña embarcación con el resultado de su espionaje, pero fue detenido, acusado de sobornar a marinos españoles. Cargado de cadenas fue llevado a prisión, donde permaneció hasta el 25 de mayo de 1811, en que, luego de muchas protestas, y mediante la intervención del cónsul norteamericano, y la única condición de que se embarcara en el primer navío que se dirigiera a los Estados Unidos y nunca más se inmiscuyera en los asuntos del Río de la Plata, fue liberado.
En agosto abordó la nave que lo depositaría en su país natal. Pero Taber había decidido que su corazón era de Buenos Aires, descendió del buque en Río de Janeiro e inició el regreso, llegando a esta ciudad el 10 de septiembre de 1811.
Inmediatamente se reunió con los miembros de la Primera Junta para exponerles su plan, que consistía en atacar con su invento una fragata y un bergantín españoles utilizados como depósitos de pólvora amarrados en el puerto de Montevideo. La Junta aprueba el plan y nombra a Taber capitán de artillería ad-honorem.
Fabricada la embarcación, construida en madera, de entre ocho a diez metros de largo, pintada de negro y marcada con una “T” en blanco, sus partes son colocadas en un gran cajón de madera de pino, también marcado con una “T”.
El 21 de octubre de 1811 Taber solicita permiso para trasladarse a la Ensenada de Barragán con todo el equipamiento a efectos de completarlo, armarlo y experimentarlo en aguas del río. Esto era necesario porque el bajo calado de las aguas del puerto de Buenos Aires hacía imposible la navegación del artefacto. Además, hubiera llamado la atención de todos y no faltaría el soplón que informaría a los realistas.
Jamás llegó a Ensenada, porque antes que la pesada carreta tirada por bueyes iniciara su travesía, el 22 de septiembre de 1811, cayó la Junta Grande y asumieron Juan José Paso, Manuel de Sarratea y Feliciano Chiclana.
A los miembros del primer triunvirato les pareció arriesgada la idea del norteamericano y la descartaron, a pesar de que Juan José Paso había integrado la Junta que aprobó el proyecto de Taber. Jamás se supo adonde fue a parar el cajón con las partes del aparato.
Taber siguió durante 1812 con sus espionajes, ahora en Chile, y el 8 de noviembre de 1813 murió en la estancia de su amigo Richard Hill, situada a 50 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, víctima de la tisis adquirida en su prisión de Montevideo. Legó todos sus bienes, según hizo anotar en su testamento, a la Junta Revolucionaria.
Los planos del submarino de madera desaparecieron, y la tortuga de Taber jamás pudo participar de la guerra de la independencia. Ninguna calle o plaza recuerda a este visionario precursor que puso su vida y sus bienes al servicio de su país de adopción.
La génesis del submarino
Una de las opiniones menos cuestionados del mundo es la que atribuye a Julio Verne la invención del submarino. Como tantas otras, y a pesar de su popularidad, es lamentablemente falsa, porque para la época en que Verne escribió 20.000 leguas de viaje submarino (1870) ya existían embarcaciones subacuáticas, y la primera de ellas se había llamado precisamente Nautilus.
Cuando George Washington avanzaba sobre Nueva York, una ciudad dominada por los realistas y defendida por 350 barcos ingleses, el arma secreta yanqui resultó una innovación tecnológica. Su inventor nunca sospechó que estaba trazando el camino que los Estados Unidos seguirían en los próximos siglos. Inadvertida para los británicos, una cáscara de nuez que se desplazaba bajo el agua intentó taladrar el blindaje de cobre del buque insignia “HMS Eagle” para colocar una carga explosiva. El “Eagle” no sufrió grandes daños, pero el ataque sembró confusión en la flota.
Era la Tortuga Americana, el primer submarino operativo de la historia, impulsado por los músculos del sargento Lee y diseñado por David Bushnell, un estudiante de Yale. Tenía todo lo que era esencial en un submarino: tanques de lastre, sistema de propulsión, cargas explosivas y hasta una torreta de observación. Este prototipo artesanal se convirtió para Robert Fulton (1765-1815) en el germen de toda una filosofía: el submarino sería la “solución tecnológica” para la guerra, el arma definitiva que permitiría cambiar la historia. La tecnología iba a ser el instrumento que cambiaría el eje del poder, aseguraría el dominio total y haría imposible cualquier guerra futura. Cuando Fulton escribió su tratado Guerra de torpedos, resumió su credo en un epígrafe: “La Libertad de los Mares traerá la Felicidad a la Tierra”. El camino de la paz y el triunfo del bien pasaban por la guerra, quizá “punitiva” o aun “preventiva”.
Las enciclopedias suelen mencionar a Fulton como el creador del primer barco comercial de vapor, si bien la mayoría de sus inventos fueron de carácter bélico. Fulton desarrolló el submarino, los torpedos, las minas navales y los cañones Columbiad: otro nombre del cual se apoderó Verne cuando pensó en enviar hombres a la Luna. La paternidad de casi todos sus inventos fue muy discutida, y los historiadores ingleses aseguran que muchos no le pertenecían.
El joven Fulton inició su carrera como artista, pintando esas miniaturas sobre marfil que entonces se conocían como “camafeos”. Pese a ser un ferviente republicano, se marchó a Inglaterra apenas cuatro años después de la independencia norteamericana, para probar suerte como pintor. Su fracaso en el mundo del arte lo llevó a interesarse en otros temas, y en 1796 publicó un tratado sobre los canales de navegación. En Inglaterra, Fulton se impregnó de la ideología del naciente capitalismo industrial, pero depositó toda su confianza en la tecnología de armamentos como clave del desarrollo y de la paz.
El arma definitiva que iba a acabar con el Antiguo Régimen era el submarino. En 1797, Fulton se fue a Francia y le presentó al Directorio algunos escritos en pro del libre comercio y la paz perpetua. Apelando a “los amigos de la Humanidad”, les ofreció el arma que volvería imposible cualquier guerra. En una carta dirigida a un amigo inglés describía el submarino como “una curiosa máquina destinada a corregir nuestro sistema político”, lo cual dejaba muy pocas dudas en cuanto a sus intenciones.
En busca de financiamiento para su empresa, la Nautilus Company, Fulton se dirigió a Napoleón y se ofreció para crear una flota de “nautilus mecánicos” que servirían para atacar a la Armada inglesa. El pánico que causarían los submarinos pondría fuera de combate a la flota real, facilitaría la invasión francesa a las islas y llevaría al colapso de la monarquía británica.
Financiado por Napoleón, Fulton puso a punto su Nautilus en 1800 y realizó una demostración en el Sena ante el futuro emperador. El Nautilus navegaba a vela en la superficie, se movía bajo el agua impulsado por la fuerza de sus tres tripulantes, y podía permanecer hasta seis horas sumergido, usando aire comprimido y un snorkel. En los planos, Fulton se retrató a sí mismo mirando por el periscopio.
El Nautilus de Fulton alcanzó a realizar una incursión en el Canal de la Mancha, donde no llegó a causar daños materiales a los barcos ingleses, pero produjo gran inquietud.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario