“A cada espíritu de progreso se le oponen un millar de mentes mediocres designadas para custodiar el pasado”. Maurice Maeterlinck
Por Ernesto Martinchuk
Recorriendo la historia argentina asistimos, como en un escenario en que las escenas cambian con rapidez y sin interrupción, -una noticia tapa a la otra y así ininterrumpidamente- al trajinado destino de casi todos nuestros grandes hombres. Pocos tuvieron la fortuna de una muerte tranquila y plácida. A la mayoría los alcanzó el fin en la pobreza y aún en el exilio. A otros, la ola de sangre que desbordaba el año 1820 los arrebataban para ponerlos delante de cuatro tiradores.
El asesinato troncha vidas útiles, que de haberse prolongado asegurarían días de gloria para la Nación. El apasionamiento, la ofuscación, el fanatismo político dan cuenta de existencias cuyo fin nunca se lamentará demasiado, en otros casos.
Dorrego muere fusilado por orden de Lavalle. Le dan dos horas para ponerse en paz con su alma. El bravo Lavalle siente revolverse dentro suyo una tormenta sin nombre, y cree en firme que la muerte de Dorrego significa el fin de la anarquía. Los “levitas negras”, a que alude más tarde, lo precipitan en el error funesto. Lavalle, a su vez, cae muerto por José Bracho, quien tras de una puerta en Jujuy, disipara la anónima bala de tercerola que, pegando en el cuello del valeroso Juan Lavalle, lo hace caer sin vida bajo el arco del zaguán de la casa donde murió.
Urquiza muere asesinado igualmente. Sus partidarios piensan, quizá, que se ha entregado a los porteños, y -con localismo provinciano- no alcanzan a comprender su apoyo a Mitre en la guerra del Paraguay y su política nacional. El vencedor de Caseros tiene tiempo de descolgar un rifle, pero eran muchos. El capitán Álvarez, Nico Coronel, el indio Teco y -quizá accidentalmente- un joven Mosqueira, eran de la partida homicida.
Quiroga cae con toda su bárbara grandeza, bajo el tiro que en el ojo izquierdo le descerraja Santos Pérez.
Menos dramáticamente, pero de modo también lamentable, el general Belgrano llega desde el norte con sus piernas hinchadas por la cruel hidropesía, y fallece entre las penurias y el sufrimiento del viaje.
Pensemos, al azar, en otras muertes de nuestra historia. Liniers -héroe de la Reconquista- fue fusilado con otros por contrarrevolucionario, bajo la orden de Moreno. A su vez éste fallece quizá por impericia del capitán del navío que lo llevaba en misión al exterior. Algún desorden intestinal fue agravado por la administración de un medicamento contraindicado… El cadáver del gran tribuno a las aguas del océano.
Sarmiento, en Asunción, siente que su corazón y se da tiempo aún para ocuparse en cosas de provecho hasta que dice sus palabras finales: “Ponme en el sillón para ver amanecer”, como si asistiera, en su visión, a la anticipada imagen de una Argentina tan grande como él la soñara.
La vejez de San Martín es melancólica. Sus muchas enfermedades repercuten en su ancianidad, en el organismo tan exigido del grande hombre. Ya ni leer lo dejan sus médicos, pues sus cataratas se agravan. Sus viejas gastralgias se cobran la antigua cuenta. Los males físicos y morales no dejan de atormentarlo. Un día siente el fin: “Es la tempestad que lleva al puerto”, dice. Y se apaga poco después la vida del “Santo de la espada”.
Nuestros grandes hombres públicos sabían luchar hasta el final, mientras la enfermedad los mina muchas veces, más atentos a la felicidad del país que de ellos mismos.
Avellaneda cae con los riñones perforados por su enfermedad. Mitre, fortaleza increíble, sufre doce ataques -cada un de ellos considerado mortal- antes de que su corazón cesase de latir. “Están alimentando una pavesa”, dice con penosa ironía a sus médicos, que tratan de prolongar sus contadas horas de vida.
Pellegrini cae como los grandes, sonriendo, víctima quizá de una afección adquirida en la guerra del Paraguay. No se engaña sobre su estado. Sonríe tristemente ante el boletín médico, que le anuncia una mejoría. “Doctor, su boletín, políticamente considerado, sería una matufia”, advierte.
Del Valle cae fulminado por el rayo apoplético, mientras prepara el material para sus magistrales lecciones.
Hacia el año 2000, Argentina estaba sumergida en una crisis económica y política. La Fundación Favaloro se encontraba en una difícil situación, como acreedor de grandes deudas del PAMI y otras obras sociales, endeudada en unos 18 millones de dólares, por lo que el Dr. Favaloro pidió ayuda al Gobierno de Fernando de la Rúa, sin recibir una respuesta oficial.
“Estoy pasando uno de los momentos más difíciles de mi vida, la fundación tiene graves problemas financieros. En este último tiempo me he transformado en un mendigo. Mi tarea es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita seguir”.
El 29 de julio del año 2000 ―el mismo día del cumpleaños de su amigo y cardiólogo Luis de la Fuente, quien lo había convencido para volver a la Argentina―, Favaloro se encerró en el baño de su casa y se disparó un tiro en el corazón…
Tener valores firmes es crucial para ser honorable, pues actuar con honor quiere decir hacer lo correcto, incluso si otros no están de acuerdo. Nuestra crisis actual no sólo es una crisis moral en términos de crisis de validez de las normas: es una crisis general de sentido, una crisis espiritual, una crisis de percepción, una crisis que pareciera estar llegando a un momento crítico de los fundamentos mismos de la sociedad humana moderna.
El afán de lucro, el individualismo, han banalizado todos los aspectos de nuestra cultura: comenzando por la política, la educación, la justicia, el trabajo, la salud, y la información.
Nuestra Argentina de hoy se ha vaciado cultural y espiritualmente mientras se desangra por los innumerables casos de corrupción. Con un gobierno que se rodeó de corruptos y donde muchos son juzgados por cohecho, por su arrogancia, su ser camaleónico y sin sentido del ridículo.
Vivimos en una sociedad donde están fallando todos los análisis, donde existe una decadencia absoluta de los valores fundados en el aprecio a la humanidad, donde la competitividad, el arribismo y la banalización de los valores éticos y morales han hecho estragos. Esta es nuestra sociedad hoy, donde reinan la apatía, el desencanto, la corrupción y la hipocresía. Ellos son la fotografía de nuestra crisis moral y espiritual…
Pero la anécdota de la muerte de quienes merecen el bien del país -dramática muchas veces- es sólo el breve minuto de interrupción entre una existencia material que acaba y un espíritu que nace para nutrir de modo permanente los veneros más valiosos de la nacionalidad.
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