domingo, 14 de agosto de 2022

El general San Martín y su visión del mar

        Por Ernesto Martinchuk

"La conciencia es el mejor juez que tiene un hombre de bien". José de San Martín

Las acciones del Libertador, general José de San Martín merecieron la atención de los más destacados tratadistas del mundo, que lo consideran un insigne estratega y hombre poseedor de una personalidad moral difícil de parangonarse, por el vigor de su voluntad, la grandiosidad de su modestia y su virtud invariable.

Ningún argentino ignora las hazañas de este guerrero indomable, pensador profundo e idealista visionario que dedicó todos sus esfuerzos a la tarea de forjar la emancipación americana.

Sus triunfos en los campos de batalla despertaron la admiración de cuantos lo juzgaron con autorizado espíritu crítico. Por eso y quizá, también, porque la plástica lo mostró jinete en su brioso corcel dominando los invictos picos andinos, no era común exponer el tema de San Martín como hombre de mar, capaz de planificar una campaña con el acierto del más experimentado almirante. Y sin embargo, el héroe tuvo la visión del mar y entrevió sus posibilidades en el esfuerzo bélico, además de confesar la atracción instintiva que el mar ejerció en su ánimo. Su majestuosa elocuencia serenaba su espíritu y lo ayudaba a meditar en los momentos más difíciles.

Un cuadro famoso lo muestra en su ancianidad venerable, frente a las aguas tempestuosas, escrutando su soledad poblada de sugestiones, mientras que el viento, haciendo flotar su capa a manera de bandera, le habla en el recuerdo de la patria.

San Martín vislumbró las posibilidades del mar desde antes de iniciar su campaña libertadora. En una carta dirigida a su amigo Nicolás Rodríguez Peña, desde el norte, explicaba su plan colosal diciendo: “La patria no hará camino por este lado del norte que no sea una guerra defensiva y nada más: para esto bastan los valientes gauchos de Salta con dos escuadrones de buenos veteranos. Pero otra cosa es empeñarse en echar al pozo de Ayron hombres y dinero. Ya he dicho a usted mi secreto: un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza para pasar luego a Chile y acabar allí con los godos apoyando un gobierno de amigos sólido para concluir con la anarquía que reina. Aliando las fuerzas pasaremos por el mar a tomar Lima: ése es el camino y no éste. Convénzase: hasta que no estemos sobre Lima la guerra no acabará”.

Es decir que para San Martín la ruta de la capital peruana era el mar; llegó a ella para consolidar la independencia americana. Ya se sabe cómo organizó el ejército, cómo previó todos los detalles de la campaña, la regularidad matemática con que la realizó; y se conoce su actitud moral, que lo ponía por encima de todas las mezquindades humanas.

Sólo un hombre de su patriotismo y con conocimientos tan profundos en el arte de la guerra podía obtener los resultados alcanzados por él. Así logró oficiales y soldados de un temple que emulan los formados en las escalas modernas; soldados que ostentaban una disciplina admirable por su solidez y fortaleza, dotados de reservas capaces de soportar todas las penurias.

Si el cruce de los Andes ha sido un éxito se debe a que el general San Martín dedicó a la empresa profundas meditaciones y estructuró antes de llevar a cabo un plan maravilloso. Así se logró la independencia de Chile. Una vez restaurada la libertad del país trasandino, puso todo su pujante empeño en organizar una escuadra que le proporcionará el libre uso de la ruta marítima, para conducir otro ejército expedicionario formado con los admirables procedimientos con que organizara antes en Mendoza el anterior, con el fin de libertar Perú. Eligió las rutas marítimas adecuadas para posibilitar su plan.

Desembarcó en las costas peruanas el Gran Capitán procede con habilidad sistemática para insurreccionar a la población y levantar así nuevas fuerzas para engrosar sus efectivos que son muy inferiores numéricamente a los del virrey. Simultáneamente con esta campaña despachó la división de Santa Cruz al Ecuador, la que colaboraría brillantemente en la batalla de Pichincha en la toma de Quito.

El 10 de julio de 1821, San Martín estaba solemne en Lima, la antigua capital del virreinato, no como vencedor sino como un apóstol redentor.

El 28 del mismo mes declaraba la independencia del nuevo estado.

Al constituirse el gobierno independiente del Perú, el general San Martín asumió su dirección con el título de Protector de la libertad del Perú, sometiéndose voluntariamente a las reglas de un estatuto, que fue primera carta constitucional que tuvo aquel pueblo arrancado de la dominación absoluta de la monarquía. Del sentimiento del noble pueblo peruano hacia el Libertador da prueba su actitud cuando el ejército español de Canterac amenazaba con un ataque. La población limeña organizó entonces la defensa civil en torno al general argentino, en quien depositaba toda su fe.

San Martín singularmente conmovido por este espectáculo, dijo en una proclama: “Mi gratitud tendrá por modelo vuestro heroísmo”. Sabido es que San Martín dejó establecida más tarde la Representación Nacional en el Perú para que los mismos peruanos eligieran a quien debía gobernarlos.

Su propósito había sido continuar su obra libertadora, pero después de entrevistar a Bolívar el 26 de julio de 1822, no queriendo crear disensiones en la lucha por la libertad, se alejó voluntariamente, brindando un ejemplo de sacrificio personal que la posteridad justiprecio en toda su grandeza.

Aurora de gloria

La gloria de San Martín nació con él, cómo nace con todos los predestinados. Esa gloria brilló en Bailén, en San Lorenzo, en Chacabuco, en Maipú. Alcanzó alturas magníficas con el genio militar y con las francas actitudes del político. Esa gloria tuvo, empero, su auténtica aurora, cuando se entregó definitivamente al juicio de la historia, después de los nobles renunciamientos de Guayaquil y de Lima. Esa aurora de gloria tiene una fecha precisa: el 22 de septiembre de 1822, día que en la escuela de disciplina y de civismo que son las filas del ejército argentino, se recuerda por la significación de su ejemplo. Ese día, el Libertador dejó de ser un hombre público. Adoptó por su voluntad esa decisión. Consideró cumplida la misión que se había propuesto y ya nada habría de retenerlo en los altos cargos.

Para él, como para todos los grandes hombres, el poder no se justificaba por el poder mismo, sino por la obra desarrollada desde él. San Martín ya había realizado la suya, que era la de libertar pueblos. Al servicio de ella puso su voluntad y su genio, superó dificultades materiales y se engrandeció en el sacrificio. Jamás eludió el puesto de mayor riesgo. Al servicio de ella, vivió años que construyen la más alta trayectoria moral de un hombre de su condición.

Esa trayectoria que en el ejército argentino es lección permanente, terminó con un gesto tan honroso como todos los demás que ilustra. En ese gesto, algunos han querido ver un eclipse. Nada más diferente de un eclipse que el alejamiento de San Martín del escenario de una de sus gestas. La historia lo prueba a la luz de irrefutables documentos.

Sin aconsejarse de nadie, San Martín adoptó en su conciencia la decisión definitiva. Como Protector del Perú, consideraba asegurada militarmente su independencia y organizado su cuerpo político. El mismo sugirió todo lo necesario para la convocatoria de un congreso constituyente, ante el cual realizaría su deseo secreto de renunciar. Nadie próximo comunicó, en efecto, tal propósito. De éste informó a Bolívar y a O´Higgins, pero en pliegos cuya contestación llegaría, de llegar, lo suficientemente tarde.

Instalado el Congreso, San Martín apareció en el estrado. Frente a los congresales se despojó de la banda bicolor que simbolizaba el mando. Deponía así esa insignia ante la representación de la soberanía del pueblo. “El pueblo -dijo- reasume el poder en todas sus partes”. Sobre la mesa puso inmediatamente seis pliegos cerrados, y se retiró, aclamado por delegados y público. Uno de los pliegos contenía su renuncia indeclinable, cuyo texto es toda una enseñanza de virtudes que muchos ciudadanos deberían aprender.

Repuesto de su asombro, el congreso designó a San Martín con el título de Fundador de la Libertad del Perú, y lo nombró generalísimo de los ejércitos de mar y tierra de la nueva república.

Comunicada esta decisión al héroe, aceptó el título, pero no el ejercicio del mando, que habría desvirtuado la sinceridad de su actitud. Sólo en el caso de que la libertad peruana corriese peligro, él volvería a desenvainar su espada. La misma decisión mantendría siempre con respecto a Chile y a las Provincias Unidas.

Guayaquil le había hecho comprender que ningún ofrecimiento generoso podía cambiar los designios de Bolívar. El que no lo aceptó como segundo en el instante de la abnegada oferta, podría presentarse en cualquier momento como el abierto antagonista. “Bolívar y yo -le dijo a Guido- no cabemos en el Perú”. No quiso ser él quien diese un escándalo al mundo. Por encima de su reputación de militar, por encima de su gloria y de las posiciones públicas, nuestro héroe estimaba la libertad del continente.

Refiriéndose, en la noche de ese 20 de septiembre, al guerrero venezolano, añadió: “Si asegura lo que hemos ganado, me daré por muy satisfecho, porque, de cualquier modo, triunfará la América”, Horas después, a bordo del bergantín Belgrano, se alejaba silenciosamente del antiguo imperio de los Incas el que se llevaba, por todo tesoro, el estandarte a cuya sombra Pizarro había esclavizado a los hijos del sol…

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