“Todas las dificultades se vencerían rápidamente si hubiera un poco de interés por la patria” Manuel Belgrano (1770-1820)
Por Ernesto Martinchuk
Manuel Belgrano asumió el desafío de crear una nueva bandera, en momentos que flameaba el pabellón español en la fortaleza de Buenos Aires. En esas circunstancias, con motivo de inaugurarse las Baterías Libertad e Independencia, y careciendo de bandera para ello, dispuso la confección de una con los colores de la escarapela, según manifiesta el documento más significativo en la historia de nuestra bandera:
“Excelentísimo Señor. En este momento que son las seis y media de la tarde se ha hecho la salva en la batería de la Independencia y queda con la dotación competente para los tres cañones que se han colocado, las municiones y la guarnición.
He dispuesto para entusiasmar las tropas y estos habitantes, que se formasen todas aquellas, y les hablé en los términos de la nota que acompañó.
Siendo preciso enarbolar Bandera, y no teniéndola la mandé hacer blanca y celeste conforme a los colores de la escarapela nacional; espero que sea de la aprobación de Vuestra Excelencia. Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años.
Rosario, 27 de febrero de 1812
Excelentísimo Señor
Manuel Belgrano”
Nacida cuando la patria niña abrió los ojos y los fijó en el cielo, presente en los uniformes de los primeros soldados criollos que dieron su sangre por la moral de su tierra, clara en su simbolismo durante la jornada decisiva de Mayo, nuestra bandera recibe el reiterado homenaje de los hombres nacidos bajo el amparo de sus pliegues y de los que, llegados de otras tierras, sienten en su presencia la imagen inconfundible de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Esa página eterna de gloria argentina, legada a las generaciones por el que “fue humildemente y perseverante apóstol, combatiente y jornalero, y regó con su sudor el campo de la labor humana, en los combates, en los consejos de gobierno, en las páginas del periodismo y hasta en el tosco banco de la escuela primaria, muriendo en la oscuridad y la pobreza”; esa enseña, “jamás atada al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra”, representa, con la pureza de sus colores, el origen y la aspiración inicial de un pueblo que nunca tomó posesión de su grandeza en los éxitos de la guerra, -éxitos que supo alcanzar con su coraje- ni engrandeció sus territorios a costa de la mutilación de ningún vencido; de un pueblo que, viril al empuñar las armas del combate, sabe ganar la batalla del trabajo de todos los días. Que esa bandera, como lo dice la oración inolvidable, “flamee por siempre sobre nuestras murallas y fortalezas, en lo alto de los mástiles de nuestras naves y a la cabeza de nuestras legiones; que el honor sea su aliento, la gloria su aureola, la justicia su empresa”.
Para que así acontezca en la plenitud de la exhortación, para que la icemos por los años de los años, por los siglos de los siglos con el mismo sentimiento de honradez con que la levantaron nuestros mayores y la debemos seguir mereciendo, no sólo por la emoción con que la contemplamos sino también por nuestras obras de cada jornada.
Serena, resueltamente, digamos con las palabras de uno de sus poetas: “Mientras vivamos en la tierra seamos dignos de su luz y de su sombra”.
Bandera argentina idolatrada, guardada, escondida, imitada por varias naciones, también manipulada, manchada de sangre, utilizada por la dictadura y los gobiernos populistas, manta de cada muchacho argentino que peleo por Malvinas, convertida en camisetas y pasiones deportivas, presente en los altares, los juzgados, las escuelas, los desfiles, pintada por los niños en los cuadernos, en la cara de los hinchas, dibujada por los estudiantes, llorada por los viejos, en el corazón de los exiliados, en todas las selecciones nacionales, en las calles, en los balcones, en las ventanas, los barcos, los aviones, fileteada en camiones, colectivos, taxis, carruajes, flameando en las casitas humildes, de plástico o tela, la bandera argentina, debe estar en todas partes.
Es una de las pocas mujeres con monumento propio, convertida en música, pañuelo, banderín, industria argentina, memoria, tango, rock o nostalgia del viajero, ya cumplió más de 200 años. Como es de tela y es necesario cuidarla, porque se deshilacha, y con el tiempo pierde color, cuerpo y belleza. Es tan peligroso desconfiar de los símbolos, como adorarlos o vaciarlos de sentido, es necesario un compromiso personal, sin falsos patriotismo. Nosotros, patria, pueblo, identidad, diversidad, Argentina. Todos bajo los colores de una misma Bandera, para protagonizar el país que pensaron nuestros próceres y aprender de los gestos de liberación que tomaron como ejemplo varios países sudamericanos.
Tierra arrasada
Hoy los argentinos sentimos dolor de haber faltado a nuestras obligaciones, de haber cometido desaciertos que nos han acarreado daños. Tenemos dolor por todo aquello que violentamente nos saca del estado de paz, sosiego y contentamiento que constituye, lo que llamaremos salud del alma. El dolor viene a ser el resultado del mal, que consiste en los daños y menoscabos que recibimos en nuestras propias personas.
El viralizado, “vamos por todo” fue una metáfora lanzada por la entonces presidente de la Nación, Cristina Fernández Vda. de Kirchner, al recordar los 200 años del primer izamiento de la Bandera en Rosario, el 27 de febrero de 2012. Frase que muy pocos comprendieron y que nos ha llevado a lo que hoy nos espanta… Tierra arrasada en lo moral, en lo social, en lo económico fue parte del macabro plan. Chicos de 10 años que no saben leer ni escribir, incluso muchos de sus padres no finalizaron sus estudios. Alumnos de escuelas secundarias que no interpretan textos y estudiantes universitarios que no pueden resolver cálculos matemáticos simples.
Decíamos ayer que la propaganda peronista, -produjo en 20 años- padres con poca instrucción, incapaces de analizar lo que sucede, que se dejan llevar por opiniones de terceros, sin una formación de pensamiento crítico propia, que en definitiva repercute, también, en la educación de sus hijos. Como decía Belgrano: “Sin educación, en balde es cansarse, nunca seremos más que lo que desgraciadamente somos”.
Los famosos “daños colaterales”, adquieren las dimensiones más drásticas de la desigualdad: pobres, cada vez más ignorantes, criminalizados y marginalizados, son privados de oportunidades y derechos y, de este modo, se convierten en los candidatos "naturales" a ese daño colateral, donde los niños y los jóvenes resultan ser las primeras víctimas de un futuro que ya estamos transitando.
El compuesto explosivo que forman la desigualdad social en aumento y el creciente sufrimiento humano relegado a la marginalidad, y la cualidad descartable introducida como parte de la agenda político-sindical, tiene todas las calificaciones para ser el más desastroso entre los incontables problemas potenciales que el país debe verse obligado a enfrentar, contener y resolver lo más pronto posible. “Me hierve la sangre, al observar tanto obstáculo”, decía ese estadista llamado, Manuel Belgrano.
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