jueves, 28 de enero de 2021

Antonio Ruiz, el de humilde color…

Por Ernesto Martinchuk

Durante la presente semana se llevan a cabo en todo el mundo debates, conferencias virtuales, talleres y presentaciones para celebrar el Día Mundial de la Cultura Africana y de los Afrodescendientes.

La UNESCO adoptó, en su 40ª sesión de la Conferencia General de 2019, el 24 de enero como Día Mundial de la Cultura Africana y de los Afrodescendientes. Esta fecha coincide con la adopción de la Carta para el Renacimiento Cultural de África en 2006 por los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Africana.

Por tratarse de una valiosa fuente del patrimonio común de la humanidad, la promoción de la cultura africana y de los afrodescendientes es crucial para el desarrollo del continente y para la humanidad en su conjunto. En este caso, deseamos estar presente a través de estas humildes líneas con todos los que lucharon, dando su vida, en la guerra por la independencia de nuestro continente…

Dice nuestro gran poema nacional que Dios hizo al blanco y al negro sin declarar los mejores: “les mandó iguales dolores bajo de una misma cruz”. Pensamiento humano mil veces confirmado, puesto que el destino del hombre se desliza bajo todos los colores. En la gesta sanmartiniana no podía, pues, faltar el negro, el hermano negro, el héroe negro.

Antonio Ruiz -o mejor dicho Falucho, el soldado de los Andes- era, en efecto, “hombre de humilde color”, si queremos seguir empleando las ajustadas palabras del Martín Fierro.

Hoy sabemos que el héroe modesto (que prefirió enfrentar al piquete de fusilamiento antes que traicionar a la bandera que había seguido al lado de aquel grande que la hiciera flamear en los desfiladeros, picos y precipicios cordilleranos) ya no es para nosotros ni negro, ni blanco, puesto que tiene el color del bronce; más aún: el bronce sanmartiniano. ¡Observemos cómo el destino elige sus héroes y sus santos sin fijarse mucho en el color de la piel ni en otros detalles de forma y de fortuna!

Su historia es escueta, pero parece un canto épico, un episodio galdosiano. En el año 1824, un grupo de criollos se subleva en el Callao, frente al Pacífico. Los conjurados ordenan a Antonio Ruiz, soldado de San Martín que estaba de guardia en el torreón del Real Felipe, que proceda a arriar la bandera azul y blanca y a enarbolar la española.

El soldado negro se niega, indignado, lleno de dolorosa sorpresa, pues en su honrada ingenuidad sele hace imposible creen que sean sus propios camaradas los que cometen tal felonía. Y, héroe ya de gesta, enfrentarse con las bocas de los fusiles y no con la vergüenza infamante.

No fue en realidad inútil el sacrificio del soldado Ruiz, conocido por el mote de Falucho entre sus camaradas de armas. El hombre “de humilde color” ha tomado ya ese color con que la inmortalidad cubre el rostro de sus elegidos: ya está en la estatua. Y también en la voz del poema. Rafael Obligado, bardo excelso a quien se le acordara el glorioso título de Poeta Nacional, cantó el sacrificio del valiente negro, en décimas magistrales; a ese mismo Antonio Ruiz, que era

Un negro de los que fueron

con San Martín, de los grandes

que en las pampas y en los Andes

batallaron y vencieron

Obsérvese: el poeta dice que Falucho era un negro “de los que fueron con San Martín”, señala así la pluralidad de soldados de color en el ejército del Gran Capitán.

La pequeña introducción del poema, precisamente, El negro Falucho, nos da ya la medida de la grandeza que luego alcanza:

Duerme El Callao, Ronco son

Hace del mar la resaca,

Y en la sombra se destaca

Del Real Felipe el torreón.

Allí, en ese torreón, desde el cual se divisa el Pacífico, está de guardia Falucho. Piensa en Buenos Aires, la ciudad que ama por sobre todas las cosas:

… en Buenos Aires, la hermosa,

Que es su pasión de soldado.

De pronto oye voces conocidas; las de sus compañeros de lucha, entre otras que le son menos familiares. Cree estar soñando: las voces de los criollos están dando “vivas” a España y al rey Fernando… Pero, una vez vencida la parálisis de la sorpresa primera, él también, Antonio Ruiz, quiere dar vivas y desplegar una bandera. Y es azul y blanca la que desplegará: era por la cual ha jurado combatir, y morir, si es preciso.

“¡Por mi cuenta te despliego,

Dijo airado, y de esta suerte,

Si a tus pies está la muerte,

A tu sombra muera luego!”

Y esta pincelada magnífica del poeta para darnos el paisaje en que se cumplía es destino:

Rodó el mar desde el confín

Un instante estremecido,

Y en la torre quedó erguido

El negro de San Martín”.

Los sublevados suben en tropel las escaleras del torreón. El jefe de los traidores le ordena:
¡Baja ese trapo!” Pero Falucho, abrazando a la enseña azul y blanca y abrazado por ella, dice sus últimas palabras: “¡Viva la patria, y no yo!...

Después de los cuatro tiros de la descarga, los traidores batián dianas de alegría transitoria, y:

El Pacífico gemía

Melancólico y desierto,

Y en la bandera del muerto

Nuestro sol resplandecía”.

Una estatua errante

Va de por sí que las estatuas han de tener un destino fijo, que han de permanecer en el sitio de su emplazamiento, graves e inmóviles, hasta el fin de los tiempos. Pero hay algunas que nacieron para andar de un lado al otro, en virtud de una singular predestinación.

En Buenos Aires tenemos varias de estas esculturas errantes…

La primera y la más andariega es la del negro Falucho. Durante muchos años estuvo, abrazado a su bandera en la plaza San Martín, a la sombra del Gran Capitán de los Andes. Entre la arboleda frondosa, la imagen cobriza del humilde héroe del Callao carecía de relieve.

Un munícipe observador insistió un día en que fuera, también, radiada del parque del Retiro por razones de estética, y una clara mañana un camión municipal se lo llevó de allí. Los ojos del bronce del pobre Falucho contemplaron por última vez la figura ecuestre de su jefe sublime, y dentro del metal acaso su alma dictó a sus labios inmóviles la palabra que lo hizo inmortal, según el poeta:

… y era un juramento el gesto con que el negro dijo: ¡No!

Pero igual se lo llevaron. Más tarde apareció en una plaza lejana, resignado y humilde, como había sido en vida, el soldado Antonio Ruiz. Los vecinos y los transeúntes de la esquina de Santa Fe y Luis María Campos se acostumbraron a verlo allí, abrazando siempre a la bandera que humedeció con su sangre y que no abandonó nunca en sus tres peregrinaciones…

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