Por Ernesto Martinchuk
El sol cae, y la calma es muy grande, mientras recuerda los días, en que como ése, había visto las mismas cosas.
Muy fatigado, descansa, solo. Su mujer y sus hijos, no pueden abrazarlo mientras, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre grita: ¡Papá!... ¡Papá!
¡Él, oye! Oye efectivamente la voz de su hijo...
¡Esto es una pesadilla!... parece uno de los tantos días, trivial como los vividos en los últimos meses. Luz excesiva, sombras que se mueven, sonidos del instrumental, la cálida mano de las enfermeras para dar ánimo, el calor que hace sudar ante lo desconocido, a lo que se enfrentaba en cada viaje con su ambulancia.
Está muy cansado, con dificultades para respirar, pero nada más… Cuántas veces, había cruzado, volviendo a su casa, por esas calles de la ciudad, muy fatigado, con pasos lentos…
Juan Lobel de 47 años, aunque él con una sonrisa presumía que tenía 40. Amaba a sus 4 hijos, que en los estrictos horarios de visita del hospital, acudían todos los días junto a su esposa a verle, le abrazaban y le tiraban besos en la distancia, dado que no podían acercarse a él.
Para su suerte, él aún puede alejarse con la mente, si quiere; puede, si quiere, abandonar un instante su cuerpo y ver el paisaje de siempre, exactamente como todos los días, y puede verse así mismo, descansando, porque está muy cansado… y puede, si quiere, pensar, llegó la hora…
Lobel, fue médico del hospital Güemes y luego de ambulancias en el SAME. Brindó sus servicios en el hospital Grierson, el Piñero y haciendo hisopados rápidos en el Club San Lorenzo. Libró una dura batalla durante dos meses y medio con el coronavirus, que no pudo sortear.
El 30 de agosto de 2020, un grupo de profesionales del SAME, encabezados por el doctor Alberto Crescenti, con decenas de ambulancias presentes lo homenajeó. Con aplausos, haciendo sonar sus sirenas y con lágrimas en los ojos, expresaron no sólo su reconocimiento a la tarea profesional que cumplía, sino también la entrañable solidaridad ante tan dura pérdida.
En Morón
Una nueva muerte entre el personal de la salud golpeó a Morón en medio del crecimiento de los contagios de coronavirus en el área Metropolitana de Buenos Aires y en casi todo el país. Fabián Palma, un ambulanciero del SAME de ese distrito del oeste del Conurbano, falleció por una neumonía que complicó su cuadro clínico luego de haber sido diagnosticado positivo de la Covid-19.
Fabián no solo tenía el cariño de sus compañeros de trabajo que día a día compartían con él la difícil labor de ayudar a otros en el contexto de una emergencia sanitaria inédita; sino también era muy reconocido entre sus vecinos de El Palomar, donde vivía con su esposa y sus dos hijos.
El querido ambulanciero fue diagnosticado de Covid en la última semana de diciembre. Su cuadro se agravó con el pasar de los días, se le diagnosticó una neumonía severa, que causó su fallecimiento el lunes 11 de enero. Lo despidieron el martes en una caravana con las sirenas de las ambulancias sonando sin parar, entre aplausos y lágrimas de los vecinos.
En Misiones
Ayer, las sirenas de las ambulancias se escucharon también en gran parte de la ciudad de Posadas, fue el homenaje que le rindieron los compañeros de trabajo al ambulanciero José Alberto Gómez por haber cumplido más de 40 años de trabajo, dedicación y compromiso en el traslado velando por la salud de los misioneros.
El sábado 9 de enero se realizó el test y dio positivo de Covid-19. Posteriormente, el martes 12 fue internado en el hospital de Fátima y pocas horas más tarde ingresó a la unidad de terapia intensiva con asistencia respiratoria mecánica y a los tres días falleció. El hombre tenía 66 años.
Todos ellos, son simplemente una muestra de cómo miles de trabajadores, a lo largo y lo ancho del país, le pusieron y le siguen poniendo el cuerpo a la pelea contra la pandemia desde el primer minuto, y como otros cientos, arriesgaron y arriesgan su vida todos los días para salvar la de miles de argentinos, ante la mirada indiferente de la clase política, alejada cada vez más de las realidades que vive la sociedad.
No lo pude evitar
Resulta curioso cómo funciona nuestro cerebro. Recuerdo que el día que falleció mi madre no llore. Había demasiadas cosas que hacer, familiares, amigos y vecinos a los que atender, gente a la que llamar, ayudar a mi padre, …no podía darme el lujo de pararme a llorar.
Me mantenía ocupado, tratando de racionalizar la situación, pensando en lo afortunados que habíamos sido porque mi madre había pasado dos semanas buenas, cuando nadie pensaba que iba a salir adelante, y me consolaba en que no había sufrido al final. Apretaba los dientes y seguí adelante.
Ayer, 32 años después, observando el reconocimiento que sus compañeros le hacían a José en Posadas -como viene sucediendo en todas las ciudades del país- haciendo sonar al mismo tiempo las sirenas de sus ambulancias, las lágrimas de gente humilde y sus emocionados aplausos- un escalofrío me recorrió la espalda.
Y no pude evitar llorar…
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