jueves, 21 de octubre de 2021

Un médico en la trinchera...

Por Ernesto Martinchuk            

“Basta un instante para hacer un héroe y una vida entera para hacer un hombre de bien”. Paul Brulat

La pandemia está dejando secuelas irreparables en toda la población, familias desmembradas y una tristeza infinita. Los médicos son seres especiales. Están donde nadie quiere estar. Viven lo que nadie quiere vivir y no tienen las herramientas para luchar contra el destino.

Muchas veces los sentimientos se transmiten a través de sensaciones y ayudan a dimensionar lo que significa esta pandemia para quienes estuvieron en las trincheras, la primera línea combate, luchando cuerpo a cuerpo, dando su vida en esta batalla, que muchos -los políticos en especial y el ejecutivo en particular- no han sabido dimensionar.

Son los médicos, las enfermeras, los camilleros, los ambulancieros, el personal de salud todo, los que representan la mano tendida, la mirada presente, donde la muerte transcurre con ausencia de afectos, sin que ningún familiar pueda sostener su mano, la guía para descansar en el camino a la agonía, le diga las últimas palabras de consuelo o le pueda cerrar sus ojos…. …

El alma es el libro de oro que consigna nuestras más elevadas vivencias; el testimonio fidedigno de nuestro pasado, la prolongación de una paternidad única: la de nuestro propio Yo, que nos acompaña a través de todas nuestras vidas, acumulando todas nuestras realizaciones, nuestro pensar, nuestras experiencias, nuestras capacidades potenciales que debemos desarrollar.

Deseo compartir este texto, que produjo un médico terapista llamado Guillermo Moschino, sobre una de las tantas vivencias que ha tenido, en el transcurso de esta batalla contra el Covid-19, para comprender su sentir… y su humanidad:

“Era joven y estaba embarazada. Yo era su médico en el piso de clínica médica. No recuerdo su nombre ni el aspecto de su cara, pero sus ojos siguen mirándome.

La vi llegar en camilla, venía del cuarto piso, dónde se internaban los pacientes con requerimiento de oxígeno.

Me reconoció enseguida, aun bajo mi equipo de protección personal, también lo hice yo al ver el rostro que el barbijo no alcanzaba a cubrir.

Yo estaba a la cabecera de la cama 18 de la terapia con un tubo endotraqueal en una mano y el laringoscopio en la otra. A ella parecía no importarle otra cosa más que el contacto visual conmigo.

Yo le había contado que los fines de semana trabajaba en la terapia.

Ella sabía a qué venía y que yo era el que realizaría el procedimiento. Los camilleros y las enfermeras la pasaron de la camilla a la cama y, mientras le hablaban y explicaban que teníamos que hacer, ella sólo me miraba, me pedía con su mirada que la sacara de esa agonía, de esa sed de aire que la estaba torturando. De alguna manera, sin palabras, le dije que se quedara tranquila que todo iba a estar bien.

Le pasaron la sedación, la analgesia y los relajantes musculares.

Con mano firme y sin perder el tiempo puse un tubo en su tráquea y la conecté al respirador, que era lo que debía hacerse.

Verifiqué que todo anduviera bien y salí.

Después, mientras me sacaba los camisolines, guantes, máscara, cofia y toda la protección, recordé su mirada que me pedía que la salvara y estallé en un llanto desconsolado que me ahogó en lágrimas porque sabía que no podía hacer nada más que eso, llorar. Me tapé la cara con las dos manos y me dejé caer despacio al piso y allí seguí llorando y llorando.

Pasaron varios meses, pasó la segunda ola, la terapia se vació pero todavía cuando la recuerdo vuelven a humedecerse mis ojos”.

Nadie duda de que el alma es el repositorio de los sentimientos del corazón, el lecho de la sensibilidad, el diapasón en que vibran los acentos que expresan nuestras pasiones, nuestros afectos, nuestros pensamientos puros, no especulativos.

Realmente el alma es un tesoro escondido, que no por ello debemos dejar de cultivar. Por el contrario, debemos procurar ser mejores cada día, alimentando buenos pensamientos, canalizando buenas intenciones, enriqueciéndonos con enaltecedoras experiencias.

La moral de cada uno lleva la impronta de su conformación espiritual; es la suma de sus convicciones, por herencia y por adopción, también reflejan el medio en que se crío o se desenvuelve. Por ello, es tan necesario actuar en un nivel acorde a nuestra moral, eludiendo lugares y personas que no guarden la debida armonía con nuestro propio nivel moral, pues la experiencia demuestra que las relaciones que se desarrollan en planos morales desacordes generan conflictos y llevan a situaciones lamentables.

1 comentario:

Unknown dijo...

Gracias Ernesto por dar a conocer mi texto