Por: Ernesto Martinchuk
La palabra, ese silencio extraviado, puede ser fugaz y rápido como el viento, pero dejar las huellas de un huracán. La palabra, es ese bálsamo promisorio que se convierte en manos ofrecidas a la ausencia…
La palabra puede construir o destruir una ilusión en un segundo… como estimular o desmotivar a una persona llevando alegría o tristeza…
La palabra es el recuerdo de nuestro paso por la vida –partícula de polvo suspendida fugazmente en el espacio- que puede alcanzar un eco indefinidamente dilatado si se es capaz de expresar con exactitud y belleza el caudal de nuestras emociones, de nuestros pensamientos.
Quienes, como Solange, han logrado recoger ese material inapreciable que tiene en su haber todo ser humano, ha salvado su nombre del olvido, dejando a los suyos y a la posteridad el patrimonio más valioso, único legado verdaderamente incorruptible e imperecedero…
Las palabras no son adornos, son los materiales de nuestro pensamiento. A veces no da lo mismo una palabra que otra, por mucho que el diccionario nos diga que son sinónimos.
Las palabras, cuando sobran, abruman, pierden eficacia y el discurso en lugar de persuadir, aburre. También son ociosas cuando elogian en demasía, resaltan lo obvio o intentan convertir en trascendente lo trivial. Nunca son peores que cuando se utilizan para ocultar la verdad en lugar de revelarla.
Todas las religiones del mundo evidencian el poder de las palabras y predican una Ética en la que mentir, levantar falsos testimonios y blasfemar son pecados que pueden cometerse con palabras…
Existen patrimonios, como estas palabras de Solange Musse: "Hasta mi último suspiro tengo derechos"... que el tiempo –el ácido del tiempo- no desvanece ni ataca, porque las cosas nacidas del espíritu pertenecen a ese género de lo perdurable.
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