Por Ernesto Martinchuk
¿Eres comunista?
- No, soy antifascista.
- Y desde cuando eres antifascista?
- Desde que conozco a los fascistas.
Ernest Hemingway – Por quién doblan las campanas.
La imaginación es esa facultad de traer a la realidad lo ausente y es lo primero que proscribe un gobierno fascista. El fascismo se asienta sobre un dogma de la verdad, algo único y cierto que excluye todo lo demás por ser erróneo, pernicioso y porque no decirlo, pecaminoso. Al que está en el error, es necesario encasillarlo en la verdad, aunque no quiera. Y toda discusión disgrega, atentando contra la unidad de la Nación.
Estos categóricos principios -basados en una concepción heroica y militante de la vida- se han mostrado fascinante en teoría, y frustrados en la práctica. Tal vez, porque, más allá de su brillo apasionado, sean una falacia. En realidad, la verdad no es un estado definitivo, sino un proceso en el que intervenimos todos, con nuestros errores y la crítica de nuestros errores.
Un poco de historia
Cuando Hitler, en nombre de la unidad nacional alemana, comenzó su obra de sistemática segregación de sectores no fascista, Alemania era, tal vez, el área más rica de la cultura mundial, más allá de contar con una industria entre las más desarrolladas del mundo, y un ejército famoso por la pericia de su Estado Mayor.
Recordemos que la cultura alemana producía, en aquellos años, la revolución del sicoanálisis, el positivismo lógico, la poesía expresionista, la escuela hermética, la pintura y el cine que reflejaban el expresionismo de lo visual, la filosofía de la existencia, la música dodecafónica, la escuela de dialéctica de Frankfurt, la filosofía de los valores, además de algunos escritores líderes intelectuales de Occidente.
En nombre del fascismo integrador y enemigo de las disidencias, Hitler diezmó ese ejército de la cultura que era orgullo de Alemania porque comprendía en su amplitud “los cinco vientos del espíritu” y la cultura quedó reducida a una tarea de Oficina de Propaganda.
Thomas Mann, Stefan George, Sigmund Freud, Karl Jaspers, Oswald Spengler, Stefan Zweig, casi todos acerbos críticos del comunismo, fueron obligados a irse del país. Fue así como Alemania, gracias a ese nacionalismo, perdió su primacía cultural. Gracias a las directivas de ese patriotismo hitleriano, -guiado por un ex cabo que creía saber más que sus sabios generales- perdió la guerra, fue dividida, ocupada y vio destrozada la infraestructura de sus ciudades…
“Gobierno de científicos”
Los científicos como “hombres superiores” y la ciencia como proveedora de recursos mágicos para asegurar la “supremacía” del Estado, el partido o la facción que la domina, son sendos pilares de la ideología fascista. La abolición del debate, la subordinación de los contenidos de la ciencia al dogma oficial y el sometimiento de la investigación a los dictados un aparato estatal autoritario y vertical, son los pasos inmediatos al ascenso del fascismo al poder.
La batalla cultural
Existen dos frases que exigen una atención particular: “La batalla por Occidente es cultural” y “se ganará o se perderá en el campo de las ideas”. Ambos conceptos son aplicables, aunque no de manera taxativa a la Argentina de hoy y de siempre. Conviene recordar que todas las batallas de un pueblo son culturales porque atañen a la formación de su identidad y no a su mera existencia gregaria, y que no sólo se ganan o se pierden en el campo de las ideas sino en un territorio mucho más vasto: aquel donde se preservan y fortalecen las bases, las orientaciones que crearon la sociedad.
Como sostienen algunos intelectuales, el proceso político actual es en buena medida el resultado de un trabajo cultural que comenzó la izquierda con la educación hace ya varias décadas, porque a partir del control de la educación y la cultura se crea el poder político. Una forma de balancear el mundo de las ideas es crear un contrarrelato. En el caso argentino la grieta que divide a la sociedad en su última edición se reabrió en 2003 con la cuestión de los ´70, “los jóvenes idealistas”. Allí el trabajo cultural de la izquierda ha sido tan sólido que nadie –por lo menos yo no tengo conocimiento- ha estudiado el tema con la adecuada profundidad.
Podría decirse que la batalla cultural consiste en la construcción de un contrarrelato sobre temas que no son particularmente económicos, y si lo son, siempre tendrán un justificativo para tomasr las medidas que se tomaron. Entonces, los importante para la militancia, es ampliar el discurso fuera de lo económico, hacerlo accesible al ciudadano, para brindar a los jóvenes el conocimiento y la épica que los impulsan, -con una mística similar a una secta- a creer y defender, sin análisis y con total acatamiento, los desafíos que propone el líder.
¿Qué pasa hoy?
Cada tanto a alguien se le ocurre en la Argentina imitar algún modelo político, económico o cultural de exterior y tenemos que volver a entablar la permanente lucha por defender nuestra identidad nacional, nuestra tradición democrática, federal y pluralista como procuraban establecer los hombres de Mayo de 1810.
Algunas veces esos imitadores tienen éxito por un período de tiempo, y trastornan todo el proceso del desarrollo de la sociedad argentina. Desde que el proyecto de los hombres del 80 quedó interrumpido en 1940, la Argentina no logró elaborar una continuación del crecimiento programado y realizado en esos 60 años. Podría decirse que los argentinos se dedicaron a disolver aquel proyecto constructor y civilizador.
La historia argentina –tantas veces vista como una riña económica, un enfrentamiento de intereses banderizos, una simultánea división de justos y pecadores- merece ser contemplada desde la amplia perspectiva de una contienda por afianzar la identidad nacional que trazaron los hombre de Mayo, y que el artículo 1° del Estatuto Provisional de 1815, resumía de este modo: “Los derechos de los habitantes del Estado son la vida, la honra, la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad”.
Esa contienda pasó por todas las agonías y todas las exaltaciones. Sin embargo, la sociedad que unos defendían y otros buscan demoler, ha ido enriqueciéndose con el curso de los años, porque sobrevivió al embate de sus enemigos, creyentes de las salvaciones mesiánicas, en los personalismos agobiantes y en ese esquema oprobioso según el cual los seres humanos han de ser conducidos de la nariz por dioses terrestres. Tal supervivencia no sólo obedece al vigor de los cimientos de la sociedad; también, al vigor de la opinión pública, que nunca desertó en el apoyo y respaldo de su destino común.
Un símbolo de la extensa batalla cultural es la Constitución de 1853, cuyo luminoso preámbulo saña un nuevo triunfo de la identidad perseguida desde 1810 y cuya primera parte instrumenta los frutos de esa victoria, abriendo la Argentina hacia adentro y hacia afuera. Otro símbolo es la Ley Saénz Peña, que en 1912 perfeccionó el sistema de gobierno, al consolidar el voto y dar representación a las minorías.
La batalla cultural de la Argentina –en la cual deben participar los políticos, intelectuales, periodistas, sindicalistas, docentes y ciudadanos- debe centrarse en la implementación de una democracia moderna, plural y eficiente y no en su demolición o en su reemplazo por sistemas que la desnaturalicen hasta el punto de suprimirla.
Esteban Echeverría manifestó en 1828: “La historia, que no es más que la manifestación exterior de la vida de un pueblo, tiene también su lógica inflexible, su ley providencial y necesaria. Los que niegan o desconocen esa ley, son los que apostatan, los que se fatigan pronto y pierden la esperanza, los que se resignan a entregar su cabeza al cuchillo de la tiranía y quisieran comprásemos la paz aún al precio del deshonor y la infamia; pero los que están penetrados de su existencia, jamás se desalientan ni transigen, y combaten o mueren guardando su fe viva en el triunfo completo de la Revolución de Mayo”.
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