miércoles, 12 de agosto de 2020

Últimos días de San Martín

    Por Ernesto Martinchuk

 

El general José de San Martín está frente a su escritorio. Una sencilla lámpara combate las sombras de la noche del 23 de enero de 1844. El invierno de París es crudo, pero el hogar, donde arden unos leños, entibia el aire de la habitación.

Aunque es verdad que todos mis anhelos no han tenido otro objeto que el bien de mi hija amada, debo confesar que la honrada conducta de ésta y el constante cariño que siempre me ha manifestado han recompensado con usura todos mis esmeros, haciendo mi vejez feliz”. Quien esto escribe para que sea leído después de su muerte es un hombre que, habiendo rechazado la brillante carrera de las armas que le brindaban los campos de batalla de Europa, atravesó el mar escuchando el misterioso llamado de su tierra natal, tan distante, y que después de haber dado la libertad a tres pueblos de América les señaló con su ejemplo que entendía por hombres libres.

El gran guerrero, que dio a argentinos, chilenos y peruanos la definitiva independencia nacional y, con su renunciamiento, un rumbo moral a los tres pueblos, piensa en su propia muerte.

Muy pronto habrá de separarse de una hija bien amada, de las nietas sobre cuyas cabezas posa, sereno, sus manos, y del yerno, Mariano Balcarce, “cuya honradez y hombría de bien no ha desmentido la opinión que había formado de él”.

Los achaques de la salud son ahora más frecuentes que nunca. La vista se va obscureciendo rápidamente. Nada nuevo puede esperar de la vida. Sí: algo aguarda aún: un nieto varón, el ser que si no prolongara su nombre, pues habrá de llevar el muy digno de Balcarce, continuará quizá el mensaje espiritual que él ha traído al mundo. Pero no quiere estar a la espera de mayor justicia para su obra.

Aunque de América le llegan claros testimonios de que, acalladas las pasiones de la lucha, a los dicterios de sus adversarios y a las apologías de sus amigos van sucediendo juicios en los que la ecuanimidad se anuncia, sobre que así como la arquitectura que levantó con su genio no es la construcción de un día para un día, tampoco la Justicia vale si antes no se la libra de impurezas.

Piensa en la patria. Al pensar en la patria, ¡a qué grandes extensiones de América podría dirigir su pensamiento! Pero no lo hace así. Su patria es un lugar determinado dentro del continente. Su patria tiene un nombre que la distingue de todas las otras. Su patria ahora se llama Confederación Argentina.

No importa que él disienta con los métodos con que su actual gobernante manda en ella. Al saberla amenazada por extranjeros, ha estado atento a la forma cómo se la defendía. Y, convencido de la bondad de esa defensa, lega su sable a quién no reconocería como un amigo en el orden interno.

Dispone que sea devuelto al Perú el estandarte de Pizarro. Y dispone algo más: que sus restos queden en Francia, guardados sin pompa alguna, pero que su corazón sea trasladado a Buenos Aires.

El corazón de San Martín… Enfrentado ya con la eternidad, el Libertador no elige a Chile, tierra a la que ha querido tanto y donde los nombres de Chacabuco y Maipú hablan tan altamente de su gloria, ni elige a Perú, en cuya Lima le fue acordado el más antiguo de los trofeos.

Elige a Buenos Aires, donde reposan las cenizas de su esposa y amiga; a Buenos Aires, cuya soberanía se extiende hasta su Yapeyú natal.

No sueña con que su mausoleo se levante algún día en la Catedral porteña para ser convertido en santuario de la argentinidad. El sólo quiere aquella parte de su cuerpo en la que guarda los sentimientos más puros y más hondos, el órgano al que se nombra en los momentos decisivos de la vida, vuelva a la tierra madre, cuyas voces no pudo desoír.

Ciego, en agosto de 1850, previó su muerte al decirle a su hija: “Es la tempestad que lleva al puerto”.

Sabía que estaba despidiéndose y conservó hasta último momento la serenidad que tuvo en la derrota de Cancha Rayada y en las horas victoriosas. Por nadie podía ya sacrificarse ni a nadie  desobedecer en pos de un mandato de su genio. Un jefe supremo ordenaba en esos instantes cada uno de sus actos…

Los intensos dolores físicos no perturbaban la calma de su espíritu y a las tres de la tarde del día 17 murió. Desde el más allá ganaría aún nuevas batallas. Serían batallas morales, para las cuales no es necesario derramar sangre…

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