lunes, 11 de octubre de 2021

Tantas palabras, tantas mentiras...

Por Ernesto Martinchuk

“Cuando te das cuenta de que una verdad es una mentira, lo que sigue es la ira”. Grace Slick

Sabemos que gobernar no es simplemente mandar, y que la política es un arte difícil, que cada día requiere mayores aptitudes. Los pueblos, al aumentar en número de habitantes y en capacidad discriminativa, plantean de continuo mayores y más agudos problemas a sus gobiernos. Por otra parte, la facilidad y rapidez de las comunicaciones aproximan a las personas y a los países haciendo más delicadas las relaciones, así como la competencia hace más difícil el intercambio.

Pero es el orden interno, en especial, el fermento más incontrolable y difícil de llevar; el que más a prueba pone la energía, habilidad y capacidad de consenso de los dirigentes, que se ven continuamente jaqueados por las organizaciones populares, sindicales, sociales, la cuestión económica y la educativa también.

El político y la política han evolucionado mucho desde Platón. Ya no basta la moral republicana o la aristocracia de la cuna o de ideologías. El manejo de un pueblo reclama hoy tanto la astucia como la decencia y la energía, pues se blanden todas las variables que pueden acuciar a los responsables de la cosa pública.

Los sucesivos y a veces violentos cambios de gobierno, la inestabilidad de muchos de ellos, el peligroso manejo de los medios de información, las aguerridas posturas de las facciones rivales, que afilan su puntería y su competencia explican, -sin contar con el macabro auge de la violencia- la peligrosa y difícil actuación del político profesional, quien, más que lanzarse a la arena partidista se ve en medio de un mar agitado o de un círculo de fuego donde debe jugarse a cada momento, demostrar su capacidad de gobernante e integridad de hombre, pues la cosa pública es cada día más arriesgado.

Desde luego nada arrenda al político nato, al que ha nacido para esas lides bajo cualquier condición, propias de la época y del pueblo de que han brotado y al que deben manejar.

En la Argentina no se dan, por el momento, las condiciones atroces que estremecen el ánimo con sólo leer los diarios o mirar las cadenas informativas. Sin embargo, cuando llegue el momento de los políticos, ahora en el invernadero, conoceremos enfrentamientos picantes. Sobre todo, reventará la nube preñada de incertidumbre de las tendencias populares, que pueden mostrar a la vez el escarmiento, las esperanzas, la ingenuidad, el escepticismo, tal como los espectadores que se disponen a la reacción que les producirá el espectáculo…

Es conveniente que el pueblo crezca en sagacidad y sepa exigir al hombre público que esté a la altura de los tiempos y de la historia. Recordemos las palabras de Sófocles:

Un estado donde la injuria y la licencia permanecen impunes termina por caer el apogeo de prosperidad en un abismo de males”.

Más modernamente, veamos esta aguda advertencia de Lieber: “Las constituciones de nada valen si no existe espíritu público que las vivifique”.

Si escuchamos a Bacón, nos dice: “Es el más cobarde de los políticos el que es el mayor hipócrita”.

Más contundente aún era Maquiavelo: “Los estados no se gobiernan con cataplasmas y Ave Marías”.

Los estados son impotentes para modelar los hábitos nacionales y encauzar los gustos masivos. Pero como gobierno son potentes (y hasta prepotentes) para imponer las más absurdas férulas. Así, los pueblos son mandados, pero no dirigidos.

¿Qué son los pueblos para los gobiernos populistas? Abnegados animales de carga; bolsillos succionables con el maquiavélico arte del impuesto, y niños caprichosos pero fácilmente “dopables” (con el deporte, la farándula, las escaramuzas o chicanas políticas y los discursos perversos, vacíos de contenidos) para que no levanten el pensamiento hacia cosas que les ocultan…

La hipocresía

En general la hipocresía toca en los polos del bien y del mal, de lo ridículo y de lo sublime, lo que equivale a decir que está en todo el universo de la naturaleza humana. Pero la hipocresía se inclina al polo del mal, mucho más fácilmente que al del bien, porque ella misma es un mal, y porque su naturaleza la hace capaz de todo engaño, de toda maldad, de toda traición.

Desde el fingimiento del amor sincero, hasta la elaboración de los billetes sin valor, desde la traición doméstica, a la de la patria; toda vileza, todo delito, tienen precisión al disfrazarse.

Tartufo o el impostor, es una comedia en cinco actos escrita en versos alejandrinos por Molière estrenada en París el 5 de febrero de 1669, sabe realizar el milagro de abarcar los dos opuestos polos del bien y del mal, y sabe hacer otro no menor, ciertamente, que es andar desde el polo de lo ridículo al polo de lo sublime.

Al respecto, Giacomo Leopardi (1798/1837) escribió una página que merece ser transcrita: “Las personas no son ridículas más que cuando quieren aparecer o ser lo que no son. El pobre, el ignorante, el rústico, el viejo, no son jamás ridículos, mientras se contentan con aparecer como tales, y se mantienen en los límites exigidos por su condición; pero, cuando el viejo quiere parecer joven, el enfermo sano, el pobre rico, el ignorante instruido, el rústico ciudadano, entonces ocurre todo lo contrario. Sus mismos defectos corporales, por graves que fueran, no nos harían saltar la carcajada, si el hombre no se esforzara por ocultarlos, en hacer ver que no las tiene, en aparecer distinto de lo que es. El que se fije bien, verá que nuestros defectos y nuestras taras no son ridículas, sino el estudio que hacemos para ocultarlos y aparentar que no los tenemos.

“Los que, para hacerse más amables afectan un carácter moral distinto del propio, se equivocan en gran manera. El artificio, que no pueden sostener largo tiempo, sin que se haga notorio, es la oposición del carácter falso al verdadero, que se trasluce sin cesar, haciendo al individuo más cargante y fastidioso que no lo hubiera sido mostrándose en toda su verdad. El carácter más infeliz tiene alguna parte que no es mala, la cual, por ser verdadera, y ostentándola oportunamente tal cual es, agradará mucho más que la más bella de las cualidades falsas…”

De lo sublime a lo ridículo se puede pasar en un instante. La sonrisa es una de las formas más sencillas y más automáticas de la hipocresía, y a la cual acompañan a menudo las agudezas, las chanzas, los sobreentendidos. La sonrisa tiene un arsenal completo de armas insidiosas y brillantes, con las cuales hombres y mujeres defienden su propia vanidad, se hieren sin matarse, y se muerden sin hacerse sangrar.

En lugar de ser siempre héroes, siempre mártires, siempre ángeles, ¿no sería mejor contentarse con ser hombres y mujeres de bien, pero en verdad y siempre, así en el ejercicio pedestre de la vida casera, como en las funciones sociales, en el hogar como en el parlamento?...

Los abogados y la justicia

La hipocresía reina y gobierna en todas las escuelas, se aprende con el alfabeto y no cesa de enseñarse en las universidades, absorbiendo por completo la pedagogía de los pueblos.

Existe una profesión que es el más acabado molde para perfeccionarse en las más exquisitas y arduas hipocresías del pensamiento; esta profesión es la de la abogacía.

Demostrar que el reo es inocente es el ideal del abogado; y cuanto más grave es el delito y más convincentes se acumulan las pruebas, más aguza el ingenio el defensor para demostrar que el acusado es inocente buen hombre o buena mujer. Y nos debemos preguntar, en qué se convierte un cerebro humano, después de esta gimnástica lógica; cómo se compaginan la fe y el culto a la verdad en un público que ve y escucha a abogados de partes contrarias, que se baten en un duelo de sofismas, de contradicciones y de hipocresías…

Los abogados son muchísimos, y se creen en el deber social, en la tarea de alta humanidad, de defender al parricida, al traidor a la patria, al reo que ha confesado su propia culpa… Los abogados y jueces son hoy, los ciudadanos más poderosos de nuestro organismo social, porque si de una parte tienen en su mano las llaves de la cárcel, disponen, por la otra, de la fortuna y del honor de casi todos. Pero, en el ejercicio continuo de la palabra y de la agilidad gimnástica de su pensamiento, se hacen habilísimos para navegar entre los escollos del gran mar de la política, donde la “palabra” se ha convertido en el instrumento de más fuerza en el arte de gobernar y en las concesiones parlamentarias.

La nueva ciencia, servida en los bancos de nuestras escuelas y universidades por docentes, a menudo más ignorantes que sus escolares, es un plato compuesto de los viejos residuos de la antigua cocina y las nuevas salsas, en un guisado confuso de fragmentos tomados de todos los reinos de la Naturaleza.

Nuestros cerebros no están aún apagados del todo y poco a poco se están volviendo robustos y capaces de digerir las antiguas recetas. Nuestros analfabetos, sin diplomas de ningún género, saben cazar y pescar, saben construir una cabaña que no se hunde ni sepulta… Nuestros doctores modernos son, por su parte, fragmentos de hombres que, por vivir no del todo útiles a la sociedad, y a sí mismos, se ven obligados cada día a ocultar su profunda ignorancia y a ostentar el brillante barniz con que la recubren, y no pueden entrar más que como pequeños fragmentos en aquel mosaico multicolor y arlequinesco que es nuestro edificio social.

¿De qué sirve la libertad, cuando la mayoría tiene el pulso debilitado por la ignorancia y por el hambre? Los políticos han prometido a los oprimidos una justicia igual para todos; pero ¿quién puede comprar la justicia, cuando ésta cuesta tanto tiempo y tanto dinero?

Hace mucho tiempo que vivimos en un edificio que se cuartea y descascara por todas partes. Nuestra sociedad, bajo los barnices, pátinas y dorados, está atacada por una caries profunda, cimentada en la base de grandes mentiras, en las cuales muchos ya están comenzando a no creer… 

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