Nota de opinión por Alberto Asseff*
Todo el país aceptó el decreto de aislamiento preventivo y obligatorio que empezó a regir el lejano 20 de marzo, hace más de setenta días. El temor al ‘enemigo invisible’ no nos hizo dudar. Debíamos enfrentarlo con una decisión excepcional y rápida. El virus portaba algo más que la potencial letalidad: era un desconocido y para peor invisible. Ni siquiera se sabía si atacaba de día o de noche.
A partir de ese instante, la gente fue caudalosamente informada sobre cuáles eran y son las prevenciones a adoptar y el origen de esta patología que devino en pandemia. En ese boletín cotidiano fueron surgiendo contradicciones y hasta traspiés comunicacionales que trascendieron las fronteras.
Esos vaivenes incluyen a la Organización Mundial de la Salud que hasta hace veinte días ponderaba al tapabocas, pero que ahora indica que carece de relevancia porque el virus no sobrevuela. En el decurso del confinamiento fue creciendo la sensación de que el gobierno había relegado a los testeos preventivos y generalizados dándole prioridad al aislamiento. Fue lo contrario de lo que realizaron países como Alemania. Esa prioridad se explicitó desde el principio en la palabra presidencial: “prefiero 10% más de desocupación a 100 mil muertos” fue una enfática como equívoca afirmación. También, su opción “por la salud marginando la economía”.
El presidente pareciera que piensa realmente que el desplome de la economía es más o menos recuperable y que lo lograremos en relativamente poco tiempo. Por eso, no tenemos plan económico y no existe un Consejo de conomistas que auxilie al presidente por la tarde después de que por la mañana lo asesore el de epidemiólogos. Y asimismo eso explica que se reduzca la pospandemia a una idea fija y única: tendremos ‘más Estado’ y con ello presuntamente la nunca lograda igualdad.
Esto de agrandar al Estado – e inexorablemente empequeñecer a la Argentina privada, la de los millones de ciudadanos que trabajan y pagan impuestos – nos promete un porvenir sombrío.
El Estado se ha venido engrosando sin pausa y en la mayor parte del tiempo con prisa, desde hace casi 90 años. Causalmente – de casual no tiene nada esta situación – coinciden esas nueve décadas con las de la decadencia del país, caso insólito en todo el planeta.
El caso de las cuatro mil villas que tenemos patentiza que el Estado, a pesar de su creciente dimensión e incumbencias, se ha mostrado inversamente ausente. No fue capaz de planificar orientativamente una política demográfica y de inversiones para retener a la población en su terruño, no supo ni quiso ordenar el poblamiento expansivo horizontal de las grandes ciudades, se rezagó hasta lo inaudito corriendo siempre de atrás y lejos de los fenómenos sociales como la monumental concentración del mal llamado conurbano metropolitano ¿Por qué mal designado? Porque las más de 2.500 villas que contiene – las otras rodean a Rosario, Santa Fe, Córdoba, Tucumán y otras ciudades – son la antítesis de ‘urbano’. Son literalmente, amontonamientos amorfos nada menos que de gente compatriota.
Por esa desidia estatal, no hay agua corriente ni cloacas, ni gas natural, no existe trazado de calles, no se dispone de transporte público. Marginalidad de quinto mundo a 5 km del Obelisco.
Para otra nota dejamos la respuesta a un interrogante que nos tortura: ¿fue indolencia estatal o fue designio político-electoral? De todos modos, cualquiera sea la contestación, el Estado o fue ineficaz o fue fatal para los intereses de la ciudadanía comenzando por los más vulnerables.
Con estos antecedentes, la perspectiva de ‘más Estado’ y de ‘un país más igualitario’ – según la expresa voluntad del presidente – es la de un país sometido a la pobreza generalizada. Seremos todos pobres, pero iguales.
La tristemente célebre igualación para abajo, donde el mérito, el esfuerzo, el trabajo son desplazados por ‘discriminatorios’. En cualquier momento el INADI tomará intervención, quizás inclusive enrostrándome que soy ‘elitista’ porque ensalzo la laboriosidad o porque reconozco que el denuedo debe marcar la diferencia y que ésta es un premio justo.
Por otra parte, las mascarillas cada día se nos aparecen más como bozales que como protección. El autoritarismo asoma y acecha a la libertad.
Cuidarnos sí, claro. Pero transformar nuestra casa en una prisión pareciera amenazador y angustiante.
En este contexto, el prolongado aislamiento nos abruma. Nos inunda de incertidumbre. Y nos llena de cavilaciones ¿Puede un país sobrevivir sin trabajar? ¿Sin que sus instituciones funcionen plenamente y sin que su industria, comercio y servicios trabajen con cierta normalidad?
Es la salud y la economía. Hay una conjunción, no una opción. Si no se entiende esta elemental ecuación profundizaremos nuestra problemática. Después de nueve años los Estados Unidos volvieron a lanzar astronautas al espacio. Esta vez fue con el decisivo concurso de la inversión privada. Acá el deporte preferido de muchos es pegarle latigazos retóricos y sobre todo tributarios al sector privado, estrangulándolo hasta la cuasi extinción.
No se comprende cómo no entienden que en nueve décadas – como saldo final, más allá de las variaciones del gráfico – el desplegado Estado ha producido el contraste - que asombra al mundo - de un país plagado de recursos humanos y materiales que no ha parado de sembrar pobreza.
Es hora de reempezar el rumbo de la Argentina próspera. La fórmula no es compleja: estímulos y respeto a la inversión y paralela reforma el Estado para que, lejos de agrandarse, se refuncionalice de modo que de buena vez sea nuestro ayudante y no un insaciable succionador de nuestros sudores, esfuerzos y sueños.
*Diputado nacional