Escribe el Prof. Dr. Antonio Las Heras
Ya hace algún tiempo, en una entrevista periodística, le fue preguntado a Irving Stone si aquellas personalidades sobre las que había escrito – Sigmund Freud, Vincent Van Gogh, Abraham Lincoln, Charles Darwin, Miguel Angel – tenían, a su juicio, alguna característica en común que los hizo quedar inmortalizados en la Historia de la Humanidad. Stone contestó de este modo: “La mayoría de ellos fueron atacados, derrotados, insultados y, durante muchos años, parecía que no llegarían a ningún lado. No obstante, cada vez que rodaban por tierra, tenían la capacidad de levantarse e intentarlo una vez más. Los grandes genios son aquellos que nunca le dieron a su enemigo el poder de destruirlos.” A nuestro juicio, estos dichos son muy ciertos. Pocas personas hay preparadas para atravesar y resolver con éxito las adversidades e imprevistos con que la existencia nos sorprende con demasiada frecuencia. Más de una vez hemos pensado y afirmado que la diferencia entre un fracaso y un ganador es mínima. Sólo se diferencian en que el exitoso volvió a levantarse tras su última caída. El fracasado, una vez, decidió no levantarse más. Decidió; o – tal vez – no pudo por que no había sido adecuadamente entrenado para eso. Por lo cual es tan importante ese momento en que decidimos con quiénes habremos de rodearnos o a quiénes habremos de alejar de nuestras vidas. “Dime con quién andas y te diré quién eres”, enseñaban – con esa proverbial sabiduría popular que nunca se equivoca – nuestros abuelos. Y ese es el punto fundamental y esencial. Por que los humanos no nacemos sabiendo. Esta es una verdad de Perogrullo. Empero conviene tenerla en cuenta porque de allí se desprende que nuestros conocimientos se los debemos al medio ambiente psicosocial que permitimos nos rodee. Si nuestra trama afectiva está compuesta por individuos quejosos, victimizados, desganados, que no hacen gala del esfuerzo ni de la dedicación, ni tienen objetivos precisos de vida, lo más probable es que nosotros adoptemos esas conductas. Más de una vez, inclusive, por creer que son las únicas posibles. Pero hay otras. Formas que aseguran el entrenamiento para el éxito en esto que tantos han llamado la “jungla humana.” Y si de jungla se trata, ¿qué mejor forma de entrenamiento que copiar la de quienes la habitan? Veamos un muy útil ejemplo. Lo relata Gary Richmond en su libro “A view from the zoo.” Explica el autor en esas páginas cómo son los primeros momentos de una jirafa recién nacida. Sale del vientre de su madre cayendo violentamente a la tierra desde unos metros de altitud. El instinto de la madre jirafa no la ha dotado de ninguna medida, llamémosle, “cariñosa”. Desde la distancia la madre observa cómo su recién nacido hace las más variadas piruetas para ponerse de pié sin lograrlo. Será ella entonces quien le aplique un golpe con contundencia haciéndolo rodar. Y así una y otra vez. Obligándolo con ello a erguirse como pueda y a la brevedad. Hasta que consigue hacerlo. ¿Por qué la Naturaleza dotó a la madre jirafa para proceder de tal modo? Bien simple. Desde el primer momento de su existencia ese animal debe entender que vive en una selva donde acechan – en general sin dar aviso previo – toda clase de depredadores que buscarán convertirla en su presa. Por eso tiene que aprender a levantarse rápido y en forma elástica cada vez que caiga. Tal capacidad es la única que habrá de permitirle disfrutar exitosamente de la vida.
Ya hace algún tiempo, en una entrevista periodística, le fue preguntado a Irving Stone si aquellas personalidades sobre las que había escrito – Sigmund Freud, Vincent Van Gogh, Abraham Lincoln, Charles Darwin, Miguel Angel – tenían, a su juicio, alguna característica en común que los hizo quedar inmortalizados en la Historia de la Humanidad. Stone contestó de este modo: “La mayoría de ellos fueron atacados, derrotados, insultados y, durante muchos años, parecía que no llegarían a ningún lado. No obstante, cada vez que rodaban por tierra, tenían la capacidad de levantarse e intentarlo una vez más. Los grandes genios son aquellos que nunca le dieron a su enemigo el poder de destruirlos.” A nuestro juicio, estos dichos son muy ciertos. Pocas personas hay preparadas para atravesar y resolver con éxito las adversidades e imprevistos con que la existencia nos sorprende con demasiada frecuencia. Más de una vez hemos pensado y afirmado que la diferencia entre un fracaso y un ganador es mínima. Sólo se diferencian en que el exitoso volvió a levantarse tras su última caída. El fracasado, una vez, decidió no levantarse más. Decidió; o – tal vez – no pudo por que no había sido adecuadamente entrenado para eso. Por lo cual es tan importante ese momento en que decidimos con quiénes habremos de rodearnos o a quiénes habremos de alejar de nuestras vidas. “Dime con quién andas y te diré quién eres”, enseñaban – con esa proverbial sabiduría popular que nunca se equivoca – nuestros abuelos. Y ese es el punto fundamental y esencial. Por que los humanos no nacemos sabiendo. Esta es una verdad de Perogrullo. Empero conviene tenerla en cuenta porque de allí se desprende que nuestros conocimientos se los debemos al medio ambiente psicosocial que permitimos nos rodee. Si nuestra trama afectiva está compuesta por individuos quejosos, victimizados, desganados, que no hacen gala del esfuerzo ni de la dedicación, ni tienen objetivos precisos de vida, lo más probable es que nosotros adoptemos esas conductas. Más de una vez, inclusive, por creer que son las únicas posibles. Pero hay otras. Formas que aseguran el entrenamiento para el éxito en esto que tantos han llamado la “jungla humana.” Y si de jungla se trata, ¿qué mejor forma de entrenamiento que copiar la de quienes la habitan? Veamos un muy útil ejemplo. Lo relata Gary Richmond en su libro “A view from the zoo.” Explica el autor en esas páginas cómo son los primeros momentos de una jirafa recién nacida. Sale del vientre de su madre cayendo violentamente a la tierra desde unos metros de altitud. El instinto de la madre jirafa no la ha dotado de ninguna medida, llamémosle, “cariñosa”. Desde la distancia la madre observa cómo su recién nacido hace las más variadas piruetas para ponerse de pié sin lograrlo. Será ella entonces quien le aplique un golpe con contundencia haciéndolo rodar. Y así una y otra vez. Obligándolo con ello a erguirse como pueda y a la brevedad. Hasta que consigue hacerlo. ¿Por qué la Naturaleza dotó a la madre jirafa para proceder de tal modo? Bien simple. Desde el primer momento de su existencia ese animal debe entender que vive en una selva donde acechan – en general sin dar aviso previo – toda clase de depredadores que buscarán convertirla en su presa. Por eso tiene que aprender a levantarse rápido y en forma elástica cada vez que caiga. Tal capacidad es la única que habrá de permitirle disfrutar exitosamente de la vida.
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