viernes, 12 de agosto de 2022

RÉQUIEM A SAFIA, MI AMOR


-Loubeyrat era un pequeño puesto fronterizo marroquí, lindante con la frontera de la capital de la frustración llamada Tinduf (Argelia). O sea, situado en ningún lugar. Allí nunca pasa nada…

Por Bachir Edkhil*

Loubeyrat[1] era un pequeño puesto fronterizo marroquí, lindante con la frontera de la capital de la frustración, llamada Tinduf (Argelia). O sea, situado en ningún lugar. Allí nunca pasa nada; en parte, porque la población era poco numerosa, habituada y conforme con rudimentos de prácticas ancestrales de vida nómada, y porque casi todos los hombres carecían de profesión precisa. Las pocas mujeres que había allí apenas bastaban con las labores de sus hogares.  

Lo único novedoso e importante que perturbaba, cada vez, esa eterna espera, era ese murmullo, casi imperceptible, de los pasos cansinos de sus transeúntes, (una vez al mes), cuando se dirigían, casi en fila inda, repetida por inercia, y efecto del evidente hastío por la  repetición de los mismos andares, los mismos gestos y los mis resultados,  convertida en una especie de procesión eterna hacia la oficina de la pagaduría del gobierno, para recibir la menguada paga mensual, que apenas da para más  allá de una modesta vida. Aun así, el populacho se anima cada vez cuando se acercaba el sagrado mes del ramadán, y se improvisaban mercados que vendían lo elemental, y alguno que otro animal, paliativo temporal del gasto extra en el sustento familiar.

El vulgo estaba acostumbrado al silencio casi absoluto.  No conocía ni bullicio, ni tránsito, ni comercio, ni alegría, ni felicidad. Todo el mundo vivía a la espera, y en la evidente miseria.  Sus habitantes pasaban sus días lánguidos, tristes y largos, jalonados, inusualmente por breves acontecimientos, nimios, y sin importancia. Era una población congelada en el tiempo y en el espacio. Solían estar en expectación de las pocas y casi imposibles fiestas de la celebración de algún acto nupcial, o acontecer de las costumbres milenarias, que llevaban clonándose miles de años, como si fueran un sacramento existencial. Era el mismo guión de siempre. Nada cambiaba. Esa plebe podía pasar a mejor vida en silencio y quietud, si no fuera por el terrible drama, acontecido en un nefasto día de enero de 1979.

Ese fatídico día cambiaría para siempre la vida de ese pequeño y pacifico pueblo y su gente. Ya nada ni nadie de los de allí presentes será lo mismo.

Una de esas humildes familias tenía una hija, de nombre Safia  (pureza). Hija única, hecho insólito en una población muy dada a la procreación.  Tenia la piel tan clara que parecía catapultada, por milagro, de Suecia. Una pequeña “sueca” en medio de ningún sitio, y de la comunidad mora, caracterizada por el tono de piel más moreno que rubio. Esa niña se asemejaba a una joya cristalina en medio de una sombra muy oscura. Esbelta y muy bella para su edad, a pesar de rondar los catorce años incumplidos. Esos mismos años los había pasado en ese pequeño perímetro de su pueblo, que ella creía que era inmenso. Nunca había tratado con foráneos, ni tuvo contacto con varones que no sean de su propia estirpe cercana, y de muy lejos las veían como si fuera la reliquia del pueblo, y un don de Allah, casi un patrimonio exclusivo para ese pueblo. Todos los varones sabían que Sofia era para ver de lejos y no tocar. Y soñaban todos con casarse algún día con ella. Era el sueño de todos de los jóvenes.  Su simple vida era una copia joven de la de su madre, y de su abuela, y de su tatarabuela. Cada cual procuraba, con fidelidad meridiana, clonar la vida de la anterior hasta muchas generaciones detrás.

Safia era la pureza personificada, como significaba su propio nombre. Y tanto ancianos como jóvenes le prometían un fututo radiante y feliz, pero como dijo el dicho, el hombre propone y Dios dispone.  Tanto Safia, la pura, la bella, la radiante, la inocente, como su gente tuvieron otro destino inesperado e inconcebible. El padre, Husein, cuidaba su jardín secreto, se sacrificaba aventurándose por todos los cerros de la Hamada en busca de mercancías que podía transportar de un lado a otro. Conducía una cacharra de camión (Dodge) de los de antes, que se averían cada vez. Y Husein, mecánico por las circunstancias, solía estar o al volante del camino o debajo, intentando arreglar   los deterioros acostumbrados. Por desgracia esa honesta, pacífica y mundana vida se estropearía muy pronto por agentes extraños que convierten esa paz en horror.

Dicen que un mal conduce a otro, pues los años finales de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado, el Polisario, organización político militar, asentada en territorio argelino, asesorada y organizada por los militares de ese país socialista, declara una cruenta guerra contra Mauritania y Marruecos, y también contra los españoles, sobre todo pescadores canarios y trabajadores civiles españoles que obraban o en el Sahara o en el Océano Atlántico. Es de sobra conocido, en algunos medios españoles, allá a mediados de los años ochenta del siglo pasado, la triste declaración del representante del Polisario, entonces en Madrid, cuando fue expulsado por Felipe González, al declarar que los canarios tenían que elegir entre el hambre o la orfandad de sus hijos pescadores.

Por supuesto, esa guerra sin fronteras, lleva por delante tanto civiles como militares, tuvo sus incursiones en zonas, más al norte, del territorio disputado, como Tata, Tantan[2] o Loubeyrat, y así mismo en todo el territorio mauritano.  

Esa guerra generalizada, cuyos guerrilleros armados con armamentos sofisticados donados por libios de Gadafi o argelinos, no reparó en diferenciar entre el civil y el militar. Todo eran tratados por igual. Con la furia más atroz y el empeño de derramar sangre a cualquiera que no se sometiera a sus oscuros designios. Eso lo llamaban “guerra de liberación para la autodeterminación” o “la guerra de liberación la garantizan las masas”, que solo lo entendían por independencia. No cabían para ellos ninguna otra opción.

En ese contexto, esa mañana del enero de 1979, el pequeño pueblo de Loubeyrat, se levantaba aterrizado por el ruido de motores, que cada vez se engrandecía y ensordecía a esa pobre gente.   En seguida se dieron cuenta que las fuerzas polisarias, con sus Land Rover y tanques había rodeado el pueblo, y empezaron a bombardear las escasas casas de civiles, después de apoderarse de la poca numerosa y testimonial guardia de soldados saharauis marroquíes, que nunca había participado en ninguna guerra desde el nacimiento de Adán hasta ese momento.

En menos de lo que canta un gallo, todas las personas que no habían sido asesinadas con metrallas u obuses, se encontraban amordazadas, pies y manos, y arrojadas, como bultos, en los maleteros de los vehículos que ronroneaban terriblemente. Unos caen sobre otros, pavoridos y angustiados. Aun no visualizan la dimensión de su tragedia.

En cuanto a Safia, la pequeña, corría la misma suerte que su propio padre, mientras que el resto de la familia moría asesinado en su propia casa. Ella, por un momento, tuvo suerte por estar fuera, en ese momento del bombardeo a su casa. Llevaba el pienso diario a sus cabras, arrinconadas en un bloque de adobe, un poco lejos del pueblo. Y cuando oyó el ruido, corrió pavorida hacia su familia. Su tierno corazón le salía por la boca.  El zumbido de pálpito le ensordecía.  Llegaba tarde a la escena del crimen, y la atraparon con suma violencia, como se adivina, y la arrojaron como un bulto, con los demás, en los baúles de esos sucios y polvorientos coches. El padre también se había salvado en ese momento, al encontrarse en la pequeña mezquita con sus amigos y familiares.

En ese día la plegaria erró el camino, y todos lo que rezaban en la pequeña mezquita fueron apresados y llevados a los coches, que ronronean con furia, como bestias de hierro.  El comandante de los atacantes, que no es más que el temible S.B., originario de Tan Tan, hijo de un suboficial de las fuerzas armadas marroquíes ordenaba a sus tropas el abandono inmediato del puesto enseguida después de cargar el botín y los rehenes. Y desaparecían como llegaron. Siembran la destrucción y la muerte y desaparecen detrás de una nube de viento de polvo, provocada por las ruedas de los vehículos. Una vez adentrados en territorio argelino el comandante les ordena seguir la ruta hacia Rabuni[3] (capitanía general del Polisario), y se quedaba con una pequeña guardia, y su botín particular: Safia. Estaba pavorida, derramaba todo el reservorio de lágrimas que nunca usó, temblorosa no sabía qué hacer. Era tan bella que incluso sufriendo parece una Venus.

El comandante, que era de mediana estatura, musculoso y con el cabello encrespado, de un truhan innato emana violencia y maldad al mismo tiempo. Parece que llevaba una eternidad acumulando su maldad y la de los otros. En la menor ocasión demuestra su furia y comete los actos más violentos, más inverosímiles. Esta vez está muy satisfecho después de arrasar con el pequeño pueblo de Loubeyrat, y raptado a Safia a su particular reino, habitable solo para sus propios designios aborrecibles. Sus guardias, como perros adiestrados, cumplían con sus deseos en silencio y eficiencia. Nadie podía proferir una sola palabra, ni manifestar descontento. Son como autómatas de bronce al servicio de S.B. Una vez instalados a la sombra de unos cerros del desierto que les servía de protección en caso de incursiones del enemigo, el equipo de guardianes se apresuraba a montar la pequeña tienda para el comandante, otros optaban por preparar la comida, traer leña, y degollar y desollar una cabra, de las raptadas del pueblo, en un santiamén, y uno, el más fiel y sádico, se ofrece a preparar el famoso té sahariano. Mientras tanto, el comandante se deleitaba con observar a Safía, la niña aun amordazada, muerta de miedo, no realizaba lo acontecido realmente. No entendía lo que ocurría ni imaginaba su próximo futuro.

El comandante, después de tomar el primer bocado y el primer vaso de té, esbozaba una sonrisa maliciosa para sí, y ordenaba que le llevaran a Safia a su tienda para interrogarla, decía. Su fiel y eterno servidor, Lafreiri, cumplía la orden con esmero enfermizo, y la niña pateaba y lloraba como nunca, como si adivinara la tragedia. Al final, la agarraba con fuerza, la tiraba sobre sus hombros habituados a torturar a personas, y la metía en la tienda. En frente, está el comandante, visiblemente feliz.  Desaparece el lugarteniente, el comandante, desataba a la pequeña, la agarraba con ferocidad, la tumbaba con fuerza, rasgaba la poca ropa que llevaba, y la violaba con furia. Ella enseguida perdía el conocimiento y el honor para siempre. Como una fiera hambrienta, el comandante lame sus heridas por los rasguños provocados por la pequeña en sus desesperada e inútil autodefensa, y la violaba de nuevo. Una y otra vez. Y así unas cuantas veces. La niña, exhausta, no tenía más remedio que tranquilizarse y se resignaba a no moverse, como si entrara en un letargo inicial antes de la muerte absoluta. Y, él salía de la tienda para recobrar fuerzas, tomar su segundo vaso de té, y comer otro bocado de carne, servido por sus pobres soldados improvisados y engañados por una causa, que para muchos no era su causa, convertida en una verdadera farsa.  La niña permanecía en la tienda aturdida, y por supuesto asqueada y muerta de miedo, pavorida. Cae la primera noche en medio de tierra desconocida, en medio de enemigos, y por primera vez Safia pasaba la noche fuera de su casa, y del cariño de sus padres, sobre todo de la madre. Se negaba a tomar agua o comer. Los guardianes lo intentaban una y otra vez, pero la joven se aferraba a no tocar nada, aunque le cueste la vida.  El comandante después de pasar un rato con sus soldados, encendía una luz improvisada con cables y baterías de vehículos, y se introducía,  con sigilo, como una serpiente, en su tienda, y volvía a la carga con la pobre víctima. Esos abominables e inmundos actos, esa barbarie se reflejaba, gracias a la luz, en las paredes de la tienda y son observados por los guardias, no sin oculto deleite, como una manada de lobos hambrientos sexualmente. Recibían también ellos su parte del botín. Se extasiaban, como dementes, con esas escenas obscenas de su comandante con la niña raptada de Loubeyrat.

Tales escenas se convertirían en el único motivo de la permanencia de esa pequeña guarnición, en medio del desierto, durante casi dos meses. La misión revolucionaria de esa partida de guerrilleros consistía en custodiar al comandante. Éste malvado repetía   todas las noches, y algunas veces los días, las mismas escenas, y los soldados robaban las imágenes reflejadas. Y Safia, aunque sobrevivía a duras penas empezaba a habituarse a su nueva cárcel, es notoria la pérdida de peso, y belleza, enjuta se convertía en un verdadero cadáver.  El calvario de Safia seguía en secreto excepto para su propio padre apresado y encerrado en la triste mazmorra de Rachid. Pasados casi dos meses, el comandante se da cuenta que la niña le empezaba a surgir el bulto del embarazo, entonces decide lo peor. La madrugada siguiente de ese descubrimiento, el comandante ordenaba a su lugarteniente que se preparaban para retornar a Rabuni al despuntar el día siguiente. Antes de la partida, dos de sus soldados arrastran a la niña a un escampado, ella adivinó su final y perdió la voz, pateaba como nunca, y sin que le tiemble el pulso, el comandante, la fusilaba a bocajarro. Ordena su entierro en la nada. Se da la vuelta.  Y da la orden de partida.

Año atrás, aparecía el padre, Husein, después de ser liberado de la cárcel Rachid[4], ante el comandante, y le pide que le devolviera a su hija o que le indicara su paradero. Le da lastras y lo convocaba para la noche siguiente, cerca del cuartel militar de Rabuni, en una cárcel escondida allí. El pobre hombre, víctima de su ingenuidad e ignorancia, creía que podría encontrar a su hija o al menos sus noticias. Es así que pasa todo el día inquieto en espera de la hora convenida con el comandante.  Llegado el momento, Husein parecía en el lugar indicado, y encuentra, para su sorpresa, en frente al mismo Lafreiri[5] con un pelotón de los suyos. Era ya de noche y ya no tiene escapatoria. Ya conocía esos métodos. Como salvajes sarnosos se lanzaron con furia sobre el pobre hombre, lo amordazaron, y lo arrastraron hasta un hoyo vacío, y lo fusilaron allí mismo en ese momento. El viejo hombre corre la misma suerte que su única hija Safia. Muere en el anonimato sin saber el por qué ni cual era su crimen. Y así fue como Safia, su padre y, muchos más han, sido sentenciados por algún que otro dirigente del Polisario. Ese macabro método ha sido practicado por la dirección del Polisario durante más de cuatro décadas, y nunca nadie de sus acólitos, sobre todo españoles, les han preguntado por esos crímenes cometidos en la arena del vasto desierto. Casi todos los amigos y amigas del “pueblo” miran al otro lado como si no mataran nunca una mosca.

La opinión sahariana conoce muchos de estos crimines cometidos allí, pero pocos se atreven a denunciarlos o incluso comentarlos.  Hubo una purga sin nombre contra intelectuales, algunos miembros de tribus destacadas. Y sobre todo las victimas son de tribus no originarias del territorio argelino. El propio autor de este texto fue uno de las primeras víctimas de esa junta de terroristas.  Los autores de esos crimines se siguen recibiendo en países occidentales como defensores de los derechos humanos o como víctimas. Y las verdaderas víctimas se han enterrado en el olvido y en la arena del desierto. Viva la revolución de los “derechos humanos”, de la mujer más violada del mundo.  

Safia descansa para siempre en alguna parte del desierto, sin derecho a una tumba ni a un obituario, ni a un nombre ni a un reconocimiento, en el anonimato más absoluto. Y el comandante sigue vendiendo humo a unos cuantos embobados con eslóganes bonitos de una revolución que nunca existió, comprando casas en países occidentales que se jactan de defender los derechos humanos.  No es más que una estafa sin nombre y abominable. Algún día la historia reconocerá las víctimas del Polisario por mucho que se ocultan o se justifican por razones políticas.

[1] Loubeyrat, enclave fronterizo marroquí  cerca de la frontera argelina

[2] Tan Tan ciudad marroquí de donde proceden la mayoría de los dirigentes del Polisario.

[3] Rabuni: está situada la capital del Polisario a unos 25 kilómetros de la ciudad de Tinduf, dentro del territorio argelino.  

[4] La temible cárcel bajo tierra de Rachid es el primer invento del Polisario. Perdida en territorio argelino bajo domino del Polisario. Allí se cometieron los mayores crimines del Polisario. Muchas personas murieron allí bajo la tortura más abyecta, inclusive extranjeros.

[5] Lafreiri, de nombre Abdel Wadoud, originario de la ciudad argelina, era uno de los  principales capos de los torturadores del Polisario . Su triste nombre es aborrecible en esos campos. Lo han promocionado para secretario general de un ministerio.

*Bachir Edkhil, hispanista de origen magrebí. Activista en pro del desarrollo sostenido y responsable de las bases de la pirámide donde los más afectados puedan participar en la solución de sus problemas inherentes al subdesarrollo y carencia de medios. Estudió Ciencias de la Educación, Estudios Hispanos y Ciencias Políticas. Colaboró en la formación y desarrollo de organizaciones sin ánimo de lucro en pro del respeto a la vida humana. Columnista en revistas marroquíes e hispano marroquíes. Participa en cursos y mesas redondas sobre el Sáhara, en España y países del mundo. Investigador sobre cuestiones saharauis y autor de artículos para prensa. Conferencista en radio y televisión. Organiza con la Universidad Mohamed V congresos académicos “Entre dos orillas” para fomentar diálogo entre pueblos y naciones del Sur. Comprometido en el desarrollo de una red de proyectos para la economía social en el saharaui para personas sin recursos. Es politólogo, experto en economía social y presidente de Alter Forum, la ONG líder en el Sahara. Es diplomático correspondiente de la Academia Española del Reino de España. Autor del libro Duna Desnuda y de Escribir sobre dunas (Sahara). Colaborador en La Voz del Árabe.

Fuente: La Voz del Árabe

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