* Por Alberto Asseff
Hemos pasado un umbral nunca imaginado en nuestra historia, sobre todo desde la Organización Nacional a partir de 1853. La Argentina es un país pobre con más de la mitad de la población en esa penosa situación. Y con perspectivas de que esto acrezca. Quienes nacimos en la mitad del siglo XX crecimos creyendo que éramos uno de los países más ricos de la tierra. Nuestra decadencia continuada – caso excepcional en el último medio siglo, pues ningún país del mundo ha experimentado un retroceso constante tal – es recurrentemente diagnosticada, pero su terapéutica sigue sin practicarse.
Los analistas difieren en sus conclusiones. Pero en el llano se está configurando una coincidencia. El mal argentino radica en la política. Padecemos de mala y muy desacreditada política. Carente de aptitud para administrar, lejana de la idoneidad básica, disociada con los anhelos de la sociedad, más ‘marketing’ que estrategias elaboradas y mejor ejecutadas. Lo más angustiante es que se incrementa en el país la sensación de somos un caso perdido.Vivimos de postergación en postergación a la hora de adoptar la cirugía mayor que requiere nuestra morbilidad estructural. Hace 70 años que se vienen ensayando recurrentes planes de estabilización, comenzando por el de Perón-Gómez Morales en 1952. Ninguno fue a la médula. El que supuestamente intentó ir al fondo fue el de Menem-Cavallo, pero tenía un vicio redhibitorio: ni emitíamos dólares ni teníamos la fortaleza productiva y de servicios de la economía norteamericana. Consecuentemente, sostener la paridad 1 a 1 era ineluctablemente transitorio. Extenderla más de una década inexorablemente condujo al estallido de 2001. Pareciera que tenemos vedados los dos caminos, el rígido y el laxo. El primero por incumplible. El segundo por inservible. Empero, ¿hay una vía intermedia? ¿Es posible una política de medias tintas?.
Esos interrogantes tienen una respuesta: requerimos una buena política que le dé solidez y espaldas a la histórica operación de reformar al país.
La encerrona en la que estamos es tan aguda que ni siquiera nos bastaría crecer sostenidamente un 4% anual, un porcentaje hoy más que improbable. Con ese aumento sólo podremos retomar nuestra situación de hace 25 años ponderando el crecimiento de la población y las demandas sociales acumuladas. Tal la hondura de nuestra declinación y lo sombrío del horizonte. Literal catástrofe. El primer país grande del orbe que se torna inviable en la era contemporánea.
Hay cambios, pero de los peores. Están mutando nuestro fenotipo, nuestra identidad – se desdibuja peligrosamente -, la estructura económica – un país emprendedor, independiente del Estado, devenido en asistido o sobreviviendo de changas. Es un contraste asombroso con lo que acaece en China que avanza raudamente hacia la ‘economía digital’, esa que utiliza cada vez menos energía y materias primas, con costos a la baja y por ende incrementos de la productividad. Se sustenta esa digitalización económica en la ‘inteligencia colectiva’, en la interacción seres humanos-máquinas. En 2050, el 60% del sistema productivo chino será tecnológico. Por nuestro lado, tuvimos casi un año y medio sin educación. En 2050 si seguimos este rumbo seremos un país de mendicantes, con los más pujantes emigrados.
Nuestro país va aceleradamente hacia ‘pobreza para todos’, la más siniestra e inicua de las igualdades. El 79% está en el escalón más bajo, con un ingreso de hasta $40.000. Lo más insoportable es que descendemos desde un escenario anterior con movilidad social hacia arriba y con una floreciente clase media, envidia del mundo entero. Retroceder es más gravoso que no adelantarse.
Como ‘salida’ se propone un ingreso universal que demandaría $750 mil millones. Sería distribuir migajas para ser más pobres a pesar del enorme gasto público. Está definitivamente probado: cada vez más recursos, pero simultáneamente cada vez más necesitados y necesidades.
Nuestro debate político se reduce a candidaturas, ahora en vísperas electorales, y a chicanas el resto del año. Ni palabra de la reinvención del trabajo, de las reformas de fondo, de la ubicación geopolítica del país en la región y en el planeta. Hasta ni se menciona qué papel queremos desempeñar en nuestra América, notros que otrora fuimos un faro. Lo angustioso es que la crisis argentina no es circunstancial. Es permanente.
Ante este panorama no podemos hacer otra cosa que acertar en el diagnóstico y arremangarnos para ejecutar en todos los frentes la tarea histórica de recuperar a nuestra Nación. El cuadro de situación está claro: insoportablemente destartalado, exige cirugía y no remiendos. La solución es modernizar a la Argentina partiendo de reformas sostenidas por acuerdos de Estado. Las metas son indiscutibles: educación para el mundo que ya está llegando, sistema institucional republicano pleno, vigencia de todas las libertades, respeto y aliento a la iniciativa privada, erradicación de la corrupción desde la función pública, garantizar el sistema con una justicia independiente e idónea, generar las condiciones para expandir – rememorando la explosión de crecimiento de los fines del s.XIX – la economía, todo ello sustentado por una política con altitud de miras y gran capacidad ejecutiva.
Podría decirse, ‘es la economía, estúpido’. Sin embargo, la deplorable economía que sufrimos es efecto directo de la lamentable política que padecemos. Por eso, ‘es la política, estúpido’.
*Diputado nacional
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