Manuel Joaquín del Corazón de Jesús fue el nombre con que el Dr. Juan Baltazar Maciel bautizó a un niño nacido en Buenos Aires el 3 de junio de 1770, y a quien la gloria y la gratitud de la posteridad conocen por Manuel Belgrano, el primer patriota porteño. Él es el espíritu que precisa esta Patria que eternamente se ama; el perdón, la honestidad, los dones que perfuman hasta el final su inquebrantable alma. La convicción de patriota se enaltece en cada rincón que lo tiene como protagonista, desde Las Piedras hasta Ayohuma. Un hombre que no quiso la gloria, sino la plenitud en alcanzar el deber cumplido.
Fue un hombre de pensamiento a quien las exigencias patrióticas armaron para la guerra, el “general abogado” fue una de las figuras más extraordinarias que hemos tenido. Su nombre es sinónimo de desinterés, y su reducida vida terrena -sólo cincuenta años- es una sucesión de renunciamientos que nunca terminan de asombrar. Era débil, y de una delicadeza integral que desechaban la menor posibilidad de imaginarlo obteniendo el generalato en acción de guerra.
Sus estudios
Descendiente de un a familia entroncada con la nobleza italiana -los Belgrano Peri- estudió las primeras letras bajo la atención de su madre, doña Josefa González Casero, ingresando luego al Colegio Real de San Carlos, el actual “Nacional Buenos Aires”, donde se licenció en Filosofía. Luego sus padres lo envían a España, y a los 16 años se matrícula en la Universidad de Salamanca, para obtener en 1789 el título de Bachiller en Leyes, en la Universidad de Valladolid, donde se recibe de abogado en 1793.
Tenía sólo 23 años cuando decide instalarse en Madrid, especializándose en los estudios de Economía, y mereciendo el 6 de diciembre de 1793 un nombramiento que le extiende Carlos IV, con la designación de Secretario del Consulado, organismo que debía crearse en Buenos Aires, lo que se realizó por cédula del 30 de enero de 1794.
Belgrano se reintegró a la Patria con una formación cultural que sería una de sus principales herramientas.
Todo por hacer
Decir que entonces la futura Argentina estaba como el mundo en el día inicial del Génesis es dar con una comparación exacta, pues entonces comenzarían a desperezarse estas comarcas de su siesta colonial.
Las “Memorias” de Belgrano mientras estuvo al frente del Consulado son verdaderos planes de reformas en los más diversos órdenes: el progreso en la agricultura, el comercio, la navegación, la implantación de nuevas industrias, el mejoramiento y la construcción de caminos, eran los proyectos que auspiciaba quien de ninguna manera permaneció como un teórico, sino que pronto llevó a la práctica más de una de sus preocupaciones.
Propuso la creación de una escuela de Comercio, y pronto lanzó una iniciativa en colaboración con el talentoso español Félix de Azara: la Escuela de Náutica, instituto que comenzó a funcionar el 26 de noviembre de 1799, y cuyo reglamento redactó el prócer.
Había que hacer más, y Belgrano fundó la Escuela de Dibujo, en la que “se enseñaría geometría, arquitectura, perspectiva y toda clase de dibujo”.
Pero estas iniciativas no fueron lo que se puede denominar “luchas”, ya que las autoridades virreinales las ayudaron con el beneplácito general. Lo problemático se le presentó a Belgrano cuando comenzó a bregar tenazmente por el comercio libre y la eliminación del monopolio mercantil, posición que le valió incomprensiones de toda índole, inclusive la circulación de cantos satíricos que trataban de ridiculizarlo.
El periodista
Belgrano también fue periodista, como que su firma apareció en “El Telégrafo Mercantil” que fundó, bajo su asesoramiento, Antonio Cabello y Mesa, pero nuevas responsabilidades cambiarían el curso de esta vida excepcional: las invasiones inglesas pusieron en píe de guerra a todos los amantes de la libertad, y con el cargo de capitán de milicias urbanas se batió en 1806 en la Barranca de Marcó contra el agresor. Posteriormente fue sargento mayor del regimiento de Patricios, y en las heroicas jornadas de la Defensa, en 1807, luchó con el grado de ayudante de campo. El Semanario de Agricultura, Industria y Comercio fundado por Hipólito Vieytes, contó con el especial apoyo y colaboración de Belgrano desde el Consulado.
También fundó El Correo de Comercio un periódico publicado al final de la etapa virreinal y durante los primeros tiempos de gobiernos autónomos, del 3 de marzo de 1810 al 6 de abril de 1811. El Correo de Comercio fue un importante medio de difusión de las ideas de Belgrano respecto a temas económicos, políticos, y en particular a cuestiones referidas a la producción agrícola, a cómo debían fomentarse la industria y el comercio, y también muy puntualmente a la importancia de la educación. Es muy interesante el conocimiento de todo lo que plasmó en esos artículos.
También en La Gazeta de Buenos Aires, que comenzó a publicarse el 7 de junio de 1810, Belgrano fue un importante colaborador.
Fundó poblaciones
La Revolución de Mayo ya lo sorprendió con la salud algo quebrantada, pero en la reunión que los patriotas celebran el 24, Belgrano inflamó el entusiasmo de todos con esta afirmación: “Juro a la Patria y a mis compañeros que sí a las tres del día inmediato el virrey no ha sido derrocado, a fe de caballero, yo lo derribaré con mis armas”. Y al día siguiente, Manuel Belgrano era vocal de la Primera Junta.
Poco después partiría en la Expedición al Paraguay, una de las más notables operaciones que registra la historia militar argentina. A su paso por Entre Ríos y Corrientes, fundó las poblaciones de Curuzú Cuatiá, (“Cruce de papeles” en guaraní) y Mandisoví. No tuvo mayor éxito en esa campaña militar, ya que en Tacuarí cayeron vencidas sus fuerzas, pero sembró la simiente libertadora que luego germinaría en Asunción, y a su paso dejó numerosas iniciativas de progreso.
El Pabellón Nacional
Pero si las Batallas de Belgrano, sus triunfos posteriores en Tucumán y en Salta, su donación de los 40.000 pesos que en premio a esas victorias le otorgó la Asamblea General Constituyente y que rechazó pidiendo se destinaran para la creación de cuatro escuelas; su actuación en el Congreso de Tucumán que declaró nuestra independencia y el ejemplo de su vida toda puesta al servicio de la Patria fuera poco, su nombre adquiere perennidad por estar ligado al más sagrado de nuestros símbolos nacionales: la Bandera.
Cuando en las Barrancas de Rosario, en un gesto de desobediencia genial y sin consultar a nadie, dijo ante las tropas formadas frente a las aguas del río Paraná y el Cielo como testigos: “¡Veis ahí la Bandera Nacional, que os distingue ya de las demás naciones de la Tierra!”, Manuel Belgrano se erigió en un verdadero elegido por la Providencia. Era de esos arquetipos que se ha dado en llamar “Fundadores” porque veían proféticamente más allá de los episodios del momento. No bien regresó de España a su tierra natal devolvió en obras magníficas y de gran provecho cuanto había aprendido y observado, para vislumbrar poco después que un ansia de libertad y emancipación se iba anidando en el ánimo de los criollos.
A esa Bandera que enarboló Cosme Maciel bajo el cielo rosarino, Belgrano la hizo jurar y llevar triunfante en sus hazañas militares posteriores, siendo hoy el paño que en verdad “nos distingue de las demás naciones de la Tierra”.
Un penoso viaje
Fue breve la vida de Belgrano, así como no conoce límites su glorificación por la posteridad. Pero ya en 1819 estaba seriamente enfermo, y cuando se encontraba en Santa Fe, donde firmó con Estanislao López los armisticios de Rosario y de San Lorenzo, comenzó a decaer para empeorar al encontrarse en el campamento cordobés de Cruz Alta días después. El gobernador de la provincia, doctor Castro, lo visitó con un médico, quién diagnosticó una hidropesía muy grave.
Belgrano comprendió que debía retirarse, por lo que solicitó y obtuvo permiso para residir en Tucumán, confiando en los beneficios de ese clima, pero un desdichado suceso apresuró el desenlace funesto que se preveía: el 11 de noviembre del año 1819 se amotinaron el capitán Abraham González y Bernabé Aráoz, derrocando al gobernador Mota Botello. Los vencedores dispusieron que Belgrano fuera engrillado, resolución a la que su médico, el doctor José Redhead se opuso resueltamente no sólo por lo que ello demostraba de arbitrario hacia quien nada tenía que ver con los hechos que se registraban, sino por el estado del ilustre patricio, cuyas piernas y brazos hinchados mal hubieran podido soportar el suplicio.
Decepcionado y físicamente destruido regresó a Buenos Aires, llegando en abril de 1820, después de un viaje tan dilatado como penoso, dejando de existir el 20 de junio de 1820, el funesto Día de los Tres Gobernadores, pues la anarquía había hecho tales estragos que tres autoridades, simultáneamente, se atribuían el poder en la provincia de Buenos Aires.
Sus últimas palabras fueron: “¡Ay, Patria mía!”, y no otras hubiera podido pronunciar que había vivido luchando, sufrido y muerto por ella. Refiriéndose que su médico, el doctor Redhead, declaró posteriormente que el corazón de Manuel Belgrano (que le fue extraído en la autopsia), era de dimensiones inconcebibles para un cuerpo humano, lo que razonablemente había sido conformado de manera acorde con los sentimientos de quién por extraordinaria casualidad se llamó Manuel Joaquín del Corazón de Jesús y fue uno de los hombres más admirables de cuantos dio el país por su nobleza y decoro.
Sus restos están en una urna que corona el sepulcro emplazado en el atrio de la Iglesia de Santo Domingo -ubicada a pocos metros de donde había nacido- y su nombre está cincelado indeleblemente en nuestros anales.
Cómo todo hombre superior debió afrontar esa extensa gama de desazones que van desde la burla anónima a las sanciones más antojadizas en las que suelen confraternizar invariablemente los contemporáneos de todo espíritu superior. Así, el Triunvirato no estuvo de acuerdo con la creación de la Bandera; los hombres que gobernaron Buenos Aires, a raíz del movimiento de 5 y 6 abril de 1811, lo llamaron para rendir cuentas sobre las derrotas que sufrió en su expedición al Paraguay, procesándolo y retirándose su grado militar, aunque se lo reivindicó el 9 de agosto del mismo año.
También cuando en el Congreso de Tucumán, para obtener la adhesión de las provincias norteñas del Alto Perú propuso que se coronará a descendiente de los Incas, se lo llamó “monarca con ojotas”, (con “ushutas”, las clásicas sandalias que aún se usan en poblaciones del Norte), pero jamás descendió a responder agravios: contestó con obras, con triunfos rotundos para las armas patriotas, y con una pobreza conmovedora, ejemplo y lección que la posteridad no olvida, pero tampoco imita.
En eso reside su gloria, pues vivió para un ideal supremo, “dándolo todo sin pedir, ni aceptar, jamás nada”.
“Sí somos patriotas, hagamos posible la grandeza de la Patria. Si somos nobles no nos manchemos con la deslealtad”, Juan María Gutiérrez
No hay comentarios.:
Publicar un comentario